BIOGRAFIA DEL ESTADO MODERNO


Tomado de R.H.S. Crossman. Universidad de Oxford. Para el curso de Teoría del Estado.

LOS COMIENZOS DE ESTADO MODERNO

I.      NACION Y ESTADO

En la actualidad todas las formas de gobierno occidentales son especies de Estado-nación. Antes del siglo dieciséis, este tipo de autoridad centralizada era desconocido,  en la actualidad constituye el sistema político normal de la civilización occidental.
Sin embargo no es fácil dar una definición sobre Estado y nación. El profesor Crossman dice ante la pregunta  “Qué es una nación”:
a)                  Un pueblo que pertenece al mismo linaje biológico, contesta el nazi mientras confisca la propiedad judía y destierra a miles de ciudadanos alemanes.
b)                 Un pueblo unido por lazos históricos, filológicos y culturales, dice el inglés, que mira de reojo hacia la Irlanda del Sur.
c)                  Una reunión libre de individuos que, sin consideración alguna respecto a la raza o al lenguaje, desean vivir unidos bajo un mismo gobierno, dice el ciudadano norteamericano, mientras espera que nadie le mencione el problema negro ni sus leyes inmigratorias.
Todas estas definiciones resultan poco satisfactorias, porque tratan de definir por la lógica lo que ha tenido su origen en un proceso histórico. Ninguna nación actual cabe dentro de esas definiciones lógicas, porque ninguna nación actual ha logrado ser lo que los constructores de sistemas hubieran querido que fueran. La raza, el lenguaje, la cultura y la libre determinación, han jugado su parte en la formación de las naciones, pero también hay que considerar, la geografía, la economía, la estrategia y la guerra. Factores innumerables que han contribuido a formar una definición aceptable de la nación: “Un pueblo que vive bajo un único gobierno central lo suficientemente fuerte para mantener su independencia frente a otras potencias”.
Esta definición nos indica la conexión entre la nación moderna y el Estado moderno.
Nación y Estado, son dos aspectos del orden social occidental, y cada uno es ininteligible sin el otro. Un estado debe poseer o surgir de una base de nacionalidad, y una nación debe someterse a una forma de control centralizado, si es que cualquiera de ambas organizaciones quiere perdurar.
Por este motivo, antes de que comencemos a analizar los tipos diferentes del gobierno moderno, debemos estudiar el Estado- Nación en sí mismo. Este viene a ser como la vasija en que se han vertido los nuevos vinos de capitalismo, nacionalismo, democracia.
Esta extraña mezcla está llegando a su punto de explosión, y a pesar de eso persiste el continente de todos aquellos licores. Nos preguntamos ¿Por qué debe dividirse la humanidad en naciones, cada una con sus leyes y costumbres peculiares ¿ ¿ Por qué deben trazarse fronteras entre pueblos de un origen común? ¿Es simplemente una cuestión de poder político, o existe algún principio lógico para la división?
No puede darse una respuesta fácil a esta última pregunta que es precisamente la cuestión de la teoría política moderna. El Estado- Nación surgió menos por el propósito humano, que por fuerzas ciegas fuera del control del hombre, y no se basa en principios perfectamente definidos, sino originados por determinados cambios económicos y sociales que ocurrieron en Europa entre los siglos XIII  y el XVI . Para entender su naturaleza actual, debemos conocer primero cuáles fueron estos cambios.

II. El ORDEN MEDIEVAL

La Sociedad medieval difería de la nuestra en dos características principales:
La globalización y la ciencia nos permiten viajar hacia donde nos plazca y comerciar con quien tengamos el deseo y el poder para ello. Esta facilidad de comunicación, posiblemente más que ningún otro factor único, ha producido la interdependencia económica en nuestro mundo moderno.
Por el contrario el hombre medieval se encontraba atado al país en que vivía.
Los caminos de la época eran mucho peores que lo habían sido bajo el imperio romano y su comercio debía confinarse, en la mayor parte de los casos, al mercado local. La economía de la época era eminentemente agrícola y estaba orientada a satisfacer las propias necesidades de cada vecindad. El Sistema Feudal fue la expresión natural de esta economía agrícola localizada.
Por este motivo, en la Edad Media, se fue construyendo gradualmente una magnifica jerarquía de clases sociales en la cual, cada grado debía directa obediencia al inmediatamente superior, y sólo en grado secundario, a los más altos. Esta pirámide social de la obediencia, era al mismo tiempo una pirámide basada en derechos de propiedad y otras  obligaciones. En teoría, el rey lo poseía todo; en la práctica, había entregado la mayor parte de la tierra a los barones y señores a cambio de terminados servicios. Estos, a su vez, traspasaban parcelas de esas tierras recibidas del rey a los inmediatamente debajo, también a cambio de servicios prestados, hasta que al fin encontramos al siervo con multitud de obligaciones y poquísimos derechos.
La estabilidad de una sociedad feudal depende del poder de los señores para mantener el orden a través del país, combatiendo al propio tiempo los avances del poder real. Por otra parte, el rey no podía aumentar su poder sino apoyándose en  los siervos contra sus señores inmediatos, lo cual no era muy fácil, o buscando alianzas en otro grupo social no integrado, ni por señores, ni por siervos. Si alguna vez surgiera un grupo como éste, el sistema feudal se resquebrajaría desde su base.
Tenemos aquí un aspecto del mundo medieval, su lento sistema económico y su distribución descentralizada y graduada del poder político. Pero, si en el terreno de la política y de la economía, el panorama medieval era profundamente parroquial, existía una institución, mucho más universal e internacional que nada de lo que en ese sentido poseamos nosotros. La Iglesia católica era la dueña espiritual del mundo civilizado.
Centralizada en el Vaticano de Roma, con una magnífica burocracia y un obediente emisario en cada aldea, podía presumir de poseer un completo control sobre el arte, la educación, la literatura, la filosofía y la ciencia de la cristiandad occidental. Durante siglos, la Iglesia católica dio a la Europa occidental una cultura común que aceptaron todos los reyes y señores. La civilización era católica, y el catolicismo era civilización. Vinculado a la tierra, limitado en su comercio y apegado a sus leyes, el hombre medieval era un ciudadano de un país religioso que abarcaba a la totalidad del mundo occidental. Por ese motivo, su pensamiento tanto como su cultura y su música, eran esencialmente eclesiásticos. En él no había más allá de la teología, así como no había más tierra más allá del dominio de la Iglesia católica. La teología constituía el sumun de la sabiduría y el Papa su señor espiritual. La teología podía delegar en la ciencia o en la arquitectura o en la lógica determinados campos de estudio, como el Papa podía otorgar a determinado príncipe el encargo de la protección temporal de los súbditos. Podían existir disputas acerca de la división de la tarea y en consecuencia, luchas entre reyes y Papas, pero el principio fundamental permanecía incólume. En todas las materias espirituales, la Iglesia reinaba incuestionablemente. Todavía más, a la universidad de la fe cristiana correspondió en el terreno temporal la creencia en la naturaleza universal de la ley. La Ley no era algo que surgía del deseo de un soberano o de una asamblea popular, sino la misma atmósfera de la vida social que todo lo abarcaba. Era tan natural al hombre como le era respirar, comer y beber. No dependía para su existencia de la razón humana, era una verdad eterna que se iba descubriendo en virtud de un paciente estudio. Cuando nosotros pensamos en una ley, sabemos que es la resultante de la voluntad de un parlamento o de una dictadura: en la Edad Media, se consideraba que era el marco dentro del cual los príncipes, los barones y los siervos, debían decidir todas las cosas. Era uno de los dones de Dios al hombre, tan intangible e inalterable e independiente del capricho humano como los propios dogmas de la cristiandad.
Esta creencia en la realidad de la ley natural, permitió a la edad media desarrollar un espíritu de constitucionalismo y hasta un tipo de institución representativa. Como la ley no era prerrogativa de los príncipes ni un producto de la soberanía, existía en ella un verdadero sentido para cuya percepción todos los hombres eran por igual capaces.
Como pertenecía al pueblo, en su conjunto el pueblo debía tomar parte en la elección de sus reyes, y en algunos casos el rey entraba en un contrato con su pueblo, obligándose a observar la ley.
Trazas de esta teoría de la realeza se encuentran todavía en el formulismo que preside a la coronación de los reyes en Inglaterra, de la misma manera que la teoría popular de la ley persiste en los juicios por jurado.
La institución política que corresponde a esta noción de la ley, era el Sacro Imperio Romano. La estructura del sistema feudal estaba constituida por la Iglesia Universal, la Ley Universal y el Emperador Universal, es decir por una perfecta trinidad que reinaba sobre la Europa occidental. El Papa y el Emperador se dividían la autoridad que estuvo unida antes bajo los emperadores romanos, el primero actuaba como el supremo señor espiritual, y el segundo, en la misma calidad, pero en lo temporal. De esto resultaba que la posición del emperador era más incierta que la del Papa. No sólo tenía que luchar contra los avances del papado, sino también contra la independencia territorial de los distintos reyes y príncipes. De hecho el poder del emperador (generalmente centralizado en Alemania) variaba enormemente en intensidad, y según el tiempo. Difícilmente se hacía sentir en países tan remotos como Inglaterra.  Un poeta como Dante, podía escribir acerca de un emperador romano restaurado a la gloria e influencia de pretéritos días gloriosos, pero esa síntesis era soñar despierto en un mundo de comunicaciones primitivas y de lealtades contrapuestas. Mientras la Iglesia sí ejercía un verdadero control universal, los emperadores sólo estuvieron aspirando a él, viéndose dolorosamente sorprendidos cuando trataban de ejercerlo. Desde el año 1300, el crecimiento y la unidad nacional de Francia, España e Inglaterra bajo monarcas locales, pusieron término a dichos sueños, y entonces comenzó una lucha real entre los reinos nacionales y la Iglesia imperial.
Las ideas medievales de Iglesia e Imperio, de representación y autoridad, de propiedad y libertad, son tan remotas que difícilmente las percibimos. En la misma Inglaterra, donde durante tanto tiempo se han conservado muchas de ellas en instituciones, leyes y, particularmente, en la vida social, a veces se siente en algunos casos tal como pensaba el hombre medieval, pero esos sentimientos no encajan en nuestro mundo moderno ni con las teorías políticas modernas de acuerdo con las cuales pretendemos actuar. Este inconsciente tradicionalismo hace difícil para los americanos entender la política inglesa. El continente americano es relativamente nuevo. Sus instituciones y su filosofía social son por completo aquellas que debe poseer un Estado-nación moderno. No fluyen esas instituciones y su correspondiente filosofía en un proceso ininterrumpido desde el rey Alfredo hasta el actual monarca de Inglaterra. Por el contrario, son el resultado de un acto deliberado de elección por el cual determinado número de ingleses rompieron con el mundo europeo, tratando de construir una nueva sociedad allende los mares. Por este motivo, en los Estados Unidos la política es la política, y los negocios son los negocios; las cosas son lo que parecen ser porque son coherentes, mientras que en Inglaterra, la sutil influencia de una antigua filosofía es todavía lo suficientemente fuerte para que una simple enunciación sobre la política inglesa resulte positivamente falsa, o por lo menos engañadora.
Solamente un aspecto de la vida medieval fue totalmente destrozado por la Reforma de Inglaterra- la supremacía del Papa y del Emperador. En todos los demás puntos, el nuevo Estado negociaba con el antiguo orden aceptándolo como la base sobre la que construir la actual estructura. Pero la presión de las circunstancias forzaron hasta a un inglés a tomar una acción decisiva con respecto a Roma. No fue simplemente una cuestión de doctrina ni una reforma de abusos, ni siquiera de convivencia matrimonial, sino que Inglaterra debía constituirse en nación y los comerciantes ingleses obtener la libertad de movimientos que estaban ansiando. Para lograr esto necesitaron destruir la vieja cultura universal de la cristiandad, y la institución que dio a dicha cultura su estructura dogmática y de organización. La actitud de los Tudor hacia Roma, es la prueba más clara de la importancia fundamental del papado para el orden medieval.
Esta supremacía de la Iglesia, se percibe asimismo en la teoría política del medioevo. Estrictamente hablando la política no existía como una rama separada de la filosofía, era simplemente un aspecto de la teología. Aunque por la distinción que se había hecho entre las esferas temporal y espiritual, se admitía que los príncipes y reyes podían actuar libremente en asuntos que no afectaran a la salvación del alma de sus súbditos, esta misma división del poder la había hecho la Iglesia y los reyes y emperadores necesitaban la bendición papal para legitimar su gobierno. Esto significa que, aunque en la práctica existiese un conflicto real de poder entre el emperador y el Papa, en teoría todos los poderes se derivaban de Dios a través de su Iglesia, y que la armónica teoría entre lo espiritual y lo temporal, podía sólo mantenerse mientras los reyes no encontraran en sus respectivos países una base permanente de poder para desafiar la intervención de la Iglesia. Cuando esto ocurrió, ellos se encontraron aptos para preguntarse por qué el gobierno espiritual del alma de los hombres debía separarse del gobierno temporal de sus cuerpos, y cómo dentro de un solo territorio podían existir dos gobernantes supremos; el sencillo acto de hacerse esta pregunta, era descubrir que el poder eclesiástico no era simplemente espiritual. Una organización mundial que en la mayor parte de los países era el más rico latifundista debía, en modo obvio, poseer determinada influencia temporal de la misma manera que un rey que tenía poder sobre sus súbditos podía intervenir en su bienestar espiritual.
En resumen, el compromiso medieval entre una Iglesia extendida por todo el mundo y los príncipes regionales, dependía en su estabilidad del carácter estático y localista del sistema feudal y sobre la imposibilidad para ningún rey o emperador de imponer su voluntad a los distintos señores feudales. Tanto en teoría como en la práctica, dicho sistema estaba llamado a destruirse en cuanto la balanza del poder se inclinase decididamente en favor de los reyes. Cuando esto ocurriese cualquier tentativa de la Iglesia para ejercer su autoridad, sería interpretada como una maniobra política de un poder temporal rival.
La Edad Media no se extinguió ni en un año ni en una década, ni siquiera en un siglo. La transición a la época del Estado-nación fue muy lenta y, en algunos países, como España y Alemania, todavía está efectuándose. Al comenzar el conflicto se llevó a efecto en la terminología medieval, y las transformaciones ocurrieron  dentro del antiguo orden. El Renacimiento y la Reforma aceleraron su ritmo y lograron la ruptura completa cuando el proceso estaba ya casi terminado. Entonces los hombres repentinamente comenzaron a sentir el espíritu de una edad nueva, y a fraguar conceptos en los que se reconocían las transformaciones que habían ido ocurriendo en sucesivas generaciones. Las revoluciones políticas se encuentran siempre al término de un proceso histórico. Llegan  cuando los cambios económicos y sociales han sido tan notables que los viejos criterios y las viejas formas gubernamentales vienen a resultar perfectamente inútiles. Entonces surgen nuevas filosofías, no al comienzo de un desarrollo, sino al final, cuando el fondo de conservatismo nato que hay en cada hombre lo ha conducido a un punto en que la idea y la realidad casi no tienen nada en común.
A ese límite había llegado a la Europa Occidental en el siglo dieciséis. A medida que la fuerza de los reyes aumentaba, se desarrollaron también las teorías de las supremacías del Emperador y el Papa. El término de la Edad Media trajo una declinación en el poder real del Papa y del Sacro Imperio Romano, combinado con un aumento de sus demandas universales. Los hombres buscaban unidad y autoridad central porque experimentaban la necesidad de ello. El Papa y el Emperador aseveraban cada uno por su parte la legitimidad de su dominio mundial porque estaban en peligro de perderlo y entonces apareció en Italia un hombre que, de pronto, comenzó a hablar un nuevo lenguaje y a descubrir un conjunto de nuevos conceptos y definiciones de los que se sirvió para describir hechos que hacía mucho tiempo necesitaban ser reconocidos.

III. EL MONARCA ABSOLUTO: MAQUIAVELO

Nicolás Maquiavelo nació en Florencia el día 3 de mayo de 1469, y murió en junio 22 de 1527. Un político activo y un experimentado diplomático, sólo comenzaron a escribir cuando, al regreso de los Médicis, se destruyó la República libre a la que había servido durante veinte años. Por este motivo Maquiavelo no puede ser clasificado entre los teóricos políticos de academia. Escribía de política tal como la había practicado; del arte de adquirir el poder, y de conservarlo, y de los errores que debe evitar un príncipe para mantenerse en el ejercicio de sus funciones. Para él los medios eran tan fascinantes, que nunca pareció preocuparse acerca del fin. Esto lo dejó a la elección del príncipe. Según Maquiavelo, que siempre se consideró como consejero de los príncipes, aquel solo debía de preocuparse de permitir a éstos lograr lo que deseasen.
Con este espíritu fue concebido y escrito su libro más famoso. El Príncipe no se refiere para nada a la moralidad, ni contiene un método científico ni religioso. Es un manual no para el estadista, sino para el gobernante, en el que se expresa en breves páginas la esencia del Renacimiento, en cuya edad nació la teoría del Estado-nación. El orden mundial medieval había sido desecho. La alianza del poder temporal con el espiritual se había roto, y en medio de la anarquía predominante en la Italia del Norte, resultaba evidente que nunca podría reconstruirse aquel orden en su forma antigua. Fue allí donde las ciudades libres que habían resistido los propósitos imperiales del Emperador germano, luchaban para sobrevivir en un mundo que las había dejado atrás en su crecimiento. La expansión del comercio, la existencia de mejores comunicaciones y la aparición del comerciante aventurero, estaban pidiendo en el siglo dieciséis, una escala mayor, un sistema político más centralizado que el existente bajo el feudalismo. Lo que durante siglos parecía ser una protección de salarios justos, de la justicia social y de la salvación espiritual, aparecía ahora como un estorbo y una barrera para la iniciativa humana. En consecuencia, los reyes comenzaron a ejercitar más y más prerrogativas y, con el apoyo financiero de las nuevas clases económicas que iban apareciendo, a ejercer la autoridad suprema sobre los barones feudales. El reinado de la monarquía absoluta había comenzado en Francia y en España, e iba a llegar a Inglaterra en breve, impuesto por los Tudor.
Al mirar hacia el pasado es fácil percibir tal transición como un escalón más en el progreso de la sociedad humana. Olvidamos la anarquía, la crueldad, el desmoronamiento de instituciones establecidas, la destrucción de lo que el hombre medieval consideró hasta entonces como la legalidad y el orden. Como nuestras ideas de lo malo y lo bueno se fundan en los nuevos principios e instituciones del período, olvidamos que lo nuevo cuando llega, presenta caracteres de inhumano y de malvado. Leer El Príncipe hoy, es recordarnos el lado más sombrío de la transformación. Maquiavelo no era un mal hombre, ni un asesino, ni un intrigante de sangre fría. Por el contrario, era un ardiente partidario de las instituciones republicanas, que percibía más claramente que el resto de sus compatriotas que ningún Estado podía prosperar donde la moral había fallado, como había ocurrido en Italia. El comprendía el valor de la libertad y de las leyes imparciales, y aun de la sana religión, pero también sabía que la Iglesia, tal como existía entonces, no podía proporcionar ninguno de estos beneficios. Al reconocer la necesidad de un orden moral denunciaba la podredumbre del existente; al desear la libertad, se daba cuenta claramente que la libertad meramente “citadina” de las ciudades libres, era muy pequeña para el mundo moderno. En una época de instituciones destruidas, se daba cuenta de que la bondad, el constitucionalismo y la moralidad tradicionales, no eran suficientes bases para una sociedad estable. Y por esta razón predicaba la doctrina del poder.
Al hacer eso, descubrió uno de los principios básicos de la moderna teoría política. Cualesquiera que sean nuestras intenciones, humanas o inhumanas, cristianas o paganas, el gobierno que vaya a subsistir debe poseer poder para ejercerlo, y debe entender la técnica de emplear dicho poder. “La primera tarea de un gobierno- dijo Maquiavelo- es gobernar”. Ahora empleamos como término para denotar abuso de la palabra “maquiavelismo”. Ello se debe a que tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos, la gente se ha acostumbrado tanto a la estabilidad relativa de la sociedad moderna, que es creencia general que la primera condición que debe tener un gobierno es la de ser justo y constitucional. Por este motivo nos choca enormemente que un gobierno revolucionario, ya sea en Rusia o en España, coloque al orden primero, y a la justicia después, y la generalidad de la gente protesta contra esta inhumanidad. Pero la humanidad, en algunas situaciones, puede proporcionar la victoria a la parte contraria. En una crisis revolucionaria o en una guerra, el gobernante o el jefe militar no puede ser humano y tolerante sino cuando de ello no resulte daño. Este es el motivo de que la mayor parte de nosotros odia las revoluciones y las guerras, pero es inútil que las odien porque no se den cuenta de que, cuando ocurren, el poder se convierte en el único instrumento que se puede emplear. Es más importante ver que la humanidad y la justicia son sólo posibles en una sociedad donde alguna autoridad central puede lograr obediencia. Si el poder de una autoridad establecida se balancea por una fuerza viral, se encuentra siempre el desorden y la anarquía.
Como las condiciones en Italia eran tan desesperadas, Maquiavelo percibió claramente esa situación desastrosa, y su nueva concepción del Estado fue más clara y precisa que la de sus contemporáneos ingleses. Las líneas que en la historia inglesa aparecen como desvanecidas y confusas en virtud de la continuidad de su desarrollo, las percibía Maquiavelo netas y precisas porque Italia exigía decisiones netas y precisas. La filosofía que anima el mensaje de El Príncipe, puede resumirse en dos puntos.
1.       En todos los Estados existe un poder supremo, el soberano.
Maquiavelo consideraba que el papado era la causa principal de la debilidad de Italia, y así lo sostiene en uno de sus escritos.
“Los italianos le debemos a la Iglesia de Roma y a sus sacerdotes, el habernos convertido en gente mala e irreligiosa; pero todavía les debemos una deuda mayor que, seguramente, será la causa de nuestra ruina, y es que la Iglesia ha mantenido y todavía continua manteniendo, nuestra patria dividida. Y es muy cierto que un país no puede nunca unirse en felicidad, excepto cuando obedece totalmente a un solo gobierno, como es el caso en España y en Francia, y la única causa por la que Italia no se encuentra en esta mismas condiciones gobernada por una república o un solo soberano, es la Iglesia…La iglesia , que no habiendo adquirido poderío bastante para dominar toda Italia, ni ha permitido que ningún otro poder lo haga, ha sido la causa por la que Italia nunca ha podido unirse bajo una cola cabeza, habiendo siempre permanecido bajo un determinado número de príncipes y señores, que le han ocasionado muchas dimensiones y debilidades hasta el extremo de que se convirtió en una presa fácil, no solo para los barbaros poderosos, sino para quien quiera exterminarla y conquistarla”.
Maquiavelo no estaba contra el poder temporal del Papa, porque lo hubiera podido aceptar como monarca de Italia, si tal hubiera sido la solución. Pero en el caso el Papa hubiera sido un rey soberano como todos los demás reyes. Que fuera un eclesiástico o un seglar el que adquiriese la autoridad suprema, era indiferente para él, con tal de que alguien lograse ejercitarla. Con este argumento Maquiavelo recomendaba la teoría del Estado-nación, la que rechaza reconocer cualquier limitación de su autoridad por un poder exterior, ya sea un príncipe rival o una iglesia internacional. Para él la Iglesia debía ser una organización voluntaria (análoga a las otras organizaciones, las cuales, si tienen derecho a la protección tienen el deber de la obediencia), o ser una parte integrante del propio Estado.
Esto significa que ningún poder espiritual podía constituirse en rival del Estado; la aparición de esa teoría destruyó para siempre el viejo orden mundial. Porque aunque la Iglesia Católica y los emperadores continuaron su existencia, no lo hacían como árbitros supremos sobre los reyes y los parlamentos y por encima de las ideas de la humanidad civilizada, sino como instituciones que debían adaptarse a los nuevos estados nacionales. De aquí en adelante el mundo sería dividido en territorios o estados (para utilizar la palabra que primero comenzó a popularizar Maquiavelo) cuyas leyes deben ser promulgadas por un único gobierno central.
2.       El control del poder es la justificación de la soberanía.

¿Pero, qué iba a reemplazar el viejo orden de cosas? El hombre medieval había sido un individuo limitado, de naturaleza lugareña, pero al menos había ideado un sistema de leyes y costumbres que respetaban universalmente los reyes y los sacerdotes, los ricos y los pobres. Como la ley y la religión se mantenían por encima de todos los poderes, se podía confiar en el vecino y apelar a él en caso de ser víctima de algún abuso. Ahora, al destruirse la supremacía de la Iglesia, la seguridad había desaparecido. El italiano del Renacimiento tenía que descansar en sus propias armas y argucias. Si le fallaban, no había tribunal de apelación. Maquiavelo es la encarnación de este nuevo espíritu de independencia. El suponía que el hombre estaba dominado por un incentivo principal: la ambición. Siendo como es una criatura libre, una ley en sí mismo, el resto de la humanidad eran obstáculos o instrumentos de su voluntad. En consecuencia, su credo no era la defensa propia, sino la imposición de su yo, de manera que el comercio, la ciencia y la estrategia militar, debían ser considerados como instrumentos mediante los cuales lograba su propio engrandecimiento.

El hombre de Maquiavelo era antirreligioso y antisocial. Como no se encontraba atado por leyes mientras éstas no lo beneficiasen, se encontraba moralmente libre para pensar y hacer lo que quisiera, ya que los únicos límites para su libertad eran su propia capacidad y la ambición de sus vecinos, y el único mundo que reconocía era el de las aspiraciones humanas. Por esto no causa sorpresa que considerase a la edad media como una época de superstición y confinamiento espiritual, encontrando en las ciudades de la Grecia antigua el modelo para su comportamiento. El creía que en aquella época los hombres habían vivido unidos por la razón en comunidades libres. Las líneas precisas de su arquitectura eran demostraciones racionales de la voluntad humana; sus filosofías eran profundamente humanas y no abstracciones teleológicas Instintivamente se volvía hacia ellas, y en su propia arquitectura, su pintura y sus escritos, se burlaba de la humilde espiritualidad, del deseo hacia otro mundo expresado en las catedrales góticas, y de la teología de los monjes. Este mundo no era un valle de lágrimas donde los diablos y demonios lo asediaban a uno haciendo que cada cual buscase humildemente la salvación de su alma, sino un nuevo mundo clásico abierto al hombre libre y razonador capaz de conquistarlo y de  moldearlo según su deseo.
Este rudo espíritu de imposición del yo, no era naturalmente el que animaba al común de los hombres, encontrándose sólo una pequeña minoría inspirada por él, comerciantes y aventureros, obispos y reyes. Este era el espíritu de una nueva clase de gobernantes que diezmaban y devastaban al pueblo italiano, más inmisericordiosamente que antes, y en Maquiavelo encontramos una profunda división, de la que él dio cuenta, entre el gobernante amoral y las masas sometidas. Las  masas, según el propio autor, necesitaban moralidad y religión, y el gobernante debía cuidar de proporcionárselas, pero no debía sentirse atado por estas reglas. Él era el legislador supremo por encima de las leyes, y la ley era el instrumento de su soberanía. Claro que un filósofo así, debía ser contradictorio. Si el gobernante es libre y racional y está por encima de todas las leyes, ¿por qué no han de encontrarse en el mismo caso sus súbditos? Maquiavelo no da respuesta a esta pregunta. Al declarar al príncipe libre de todo freno de ley y moralidad, predicando un nuevo evangelio de humanismo, solamente podía argumentar que la fuerza era la única justificación del poder, pero esto equivale a decir que el poder no tiene justificación.

Aunque él era contradictorio, o mejor, porque él era así, Maquiavelo tenía razón en su diagnóstico del carácter de la sociedad renacentista. Era un producto de la nueva oligarquía; se basaba en la fuerza, y el ideal que predicaba para el hombre libre racional, no podía ser llevado a la práctica sino por el gobernante. En el mundo medieval todos eran súbditos de Dios; en el nuevo mundo seglar, algunos hombres se habían transformado en dioses ya que regían omnipotente sobre sus semejantes, y los utilizaban como instrumentos de su voluntad. Estos nuevos gobernantes no se encontraban limitados ni por el cielo, ni por sus súbditos. Eran libres precisamente porque mantenían a la gran mayoría de sus semejantes en la abyección. La religión y la moral, en lugar de servir de unión entre el gobernante y sus súbditos, para constituir una sociedad organizada, se habían convertido en los instrumentos para la sujeción de las masas.

El príncipe de Maquiavelo, en consecuencia, encuentra ante sí dos problemas distintos de gobierno: primero, cómo imbuir en las masas la religión y la moral de manera que las eduquen y las constituyan en miembros útiles del Estado. Segundo, cómo comportarse con la minoría de los hombres libres, ya sean éstos príncipes de Estados extranjeros o rivales dentro del propio.
Pero ambos problemas se resuelven, si es que hay solución para ellos, en términos de poder político, y ninguna solución encuadra perfectamente con la creencia apasionada del autor en la libertad y el republicanismo. Porque eso, en el periodo en que vivió Maquiavelo, no era posible.
Maquiavelo no puede considerarse como un hombre típico de su tiempo. Durante varias centurias la humanidad continuará pensando, no en los términos de política secular, como él la concebía, sino teológicamente, y considerará como blasfemia la filosofía de la vida del insigne italiano. Él era realista, no en el sentido de que en sus escritos apareciese el pensar real del hombre de su época, sino porque él percibía las realidades sobre las que descansaban sus acciones e ideas. Pero precisamente esta perspicacia lo cegaba. Un realista que no considera los problemas de su época, desdeña un verdadero y vital elemento de la situación real. El poder puede ser un factor dominante en la política y utilizar a la región como un instrumento, pero si los hombres creen que la religión y no el ejercicio del poder es su objetivo, todavía no son meros políticos de poder. Maquiavelo estaba influenciado profundamente por su ambiente italiano, y para Italia su diagnóstico era bastante correcto. Pero Italia era precisamente el país en el cual no había sido posible establecer un Estado-nación. La pintura que traza Maquiavelo de Francia, España e Inglaterra, donde sí se había creado, es fantásticamente inexacta. ¿Pudiera ser que, porque sus miras no eran tan lógicamente maquiavélicas, tuvieron éxito precisamente donde Maquiavelo falló?

IV. LA REVOLUCIÓN ECONÓMICA Y LA REFORMA

En los escritos de Maquiavelo tropezamos con la primera señal de la revolución política que dará lugar a la creación del Estado- nación. Ahora debemos ocuparnos de los cambios económicos y sociales que la acompañaron. Estos cambios fueron cuatro: primero, el descubrimiento de nuevas fuentes de riquezas más allá de los mares; segundo, el desarrollo de las finanzas internacionales; tercero, una revolución en los métodos de cultivo de la tierra y, en consecuencia, en la distribución de la propiedad territorial, y cuarto, la Reforma.

Hemos visto que la Europa medieval era un sistema económico cerrado. Su único contacto con las tierras distantes era por el Levante hacia el Oriente. Estas rutas comerciales habían permanecido largo tiempo controladas por los venecianos, quienes comerciaban con las ciudades libres de Alemania. Hacia el final de siglo XIV y comienzos del XV, este monopolio comercial inició su decadencia. Los comerciantes españoles y portugueses habían descubierto nuevas tierras y la India, África y América comenzaron a derramar en Europa una siempre creciente inundación de plata y de especias, haciendo que el centro de la balanza comercial comenzase a desplazarse de Venecia en dirección oeste. Cuando los turcos saquearon a Constantinopla en 1453, cerrando así la antigua ruta comercial hacia el oriente, no hicieron más que terminar un proceso de decadencia, iniciado mucho antes.

El resultado del desplazamiento de los centros comerciales, fue el aumento gradual de la importancia de Inglaterra y de los Países Bajos. La que simplemente había sido una “isla lejana” en los siglos precedentes, se convirtió en el siglo XVI en el punto central entre el viejo y el Nuevo Mundo, pero fue principalmente en Holanda y en Bélgica donde se experimentó la fuerza total de la transformación, porque Amberes se convirtió en metrópoli del comercio mundial y los comerciantes alemanes de la liga Hanseática se dirigían a ella, y no a Venecia, para adquirir sus mercancías. Los portugueses celebraban allí sus operaciones comerciales, y más tarde el emperador Carlos V la hizo capital comercial del Imperio Español.

Estamos en presencia del primer gran cambio. Las naciones occidentales europeas han comenzado su carrera imperial, descubriendo nuevos continentes, despojándolos de sus tesoros y ofreciéndoles en cambio el credo católico. Como resultado inmediato, la costa occidental de Europa se convirtió en el centro económico del mundo. Pero este rápido crecimiento de riqueza (especialmente en plata) produjo convulsiones más profundas. Las nuevas empresas mercantiles necesitaban capital. Al mismo tiempo se obtenían nuevas ganancias invirtiendo aquel en nuevas empresas. La rápida expansión del comercio no podía adaptarse al sistema económico localista del feudalismo, y un nuevo sistema bancario internacional comenzó a desarrollarse para satisfacer las crecientes necesidades del comercio. Con la aparición de los banqueros y comerciantes, en cada País surgió una nueva clase, los burgueses, que no eran ni reyes ni aristócratas ni campesinos, ni podían ser incluidos entre los artesanos y los comerciantes locales de los días del medioevo, ya que constituían un cuerpo independiente del cual dependerían en breve todas las demás clases, desde el rey hasta los siervos. La burguesía estaba esencialmente constituida por las clases adineradas. Controlaban los medios de circulación. Con su capital se financiaron las campañas militares de los reyes, y fueron sus barcos los que navegaron en todas direcciones, siendo sus casas comerciales las que efectuaron el tráfico de mercancías entre los países de la Europa. He aquí un relato de cómo se efectuaban las actividades de los financieros de la nueva época:

“El financiero recibía su pago parte en dinero y parte en concesiones, las que contribuían aún más a elaborar la urdimbre de las conexiones financieras que estaban haciendo de Europa una sola unidad económica. El volumen de los negocios en los cuales estaban interesadas las casas bancarias de Alemania, es realmente extraordinario. Los Welsers habían invertido en los viajes portugueses a las Indias Orientales en 1505, habían financiado una expedición mitad comercial y mitad militar a Venezuela en 1527, estaban muy interesados en el comercio de especias entre Lisboa, Amberes y la Alemania meridional, eran socios de minas de plata y cobre en el Tirol y en Hungría, y tenían sucursales no sólo en Lisboa y en Amberes, sino en todas las principales ciudades de Italia, Alemania y Suiza. Los Fuggers, gracias a empréstitos facilitados a Maximiliano, habían adquirido enormes concesiones mineras y derivaban gran parte de sus entradas de los tesoros de la Corona de España; poseían en ese país minas de mercurio y de plata; controlaban negocios comerciales y bancarios en Italia y sobre todo en Amberes. Facilitaron el dinero mediante el cual Alberto de Brandemberg logro ser nombrado arzobispo de Maguncia, y se cobraron este empréstito enviando un agente suyo a que acompañara a Tetzel en la campaña para obtener dinero mediante la venta de indulgencias, percibiendo la mitad de sus productos. También facilitaron los fondos mediante los cuales Carlos V obtuvo la corona imperial, lo que se logró en una elección que más parecía una subasta, y cuya moral en ejercicio fue la de frecuentadores de una casa de juego. Cuando este monarca no les pagó, lo trataron en el mismo tono con que un prestamista abusa de su cliente necesitado y, no obstante, volvieron a facilitarle dinero con el cual Carlos V levantó tropas para combatir a los protestantes en el año 1522.

La aparición del capitalismo ha sido a veces íntimamente relacionada con  la Reforma, porque este fenómeno histórico ocurrió casi al mismo tiempo que aquel, pero es simplificar demasiado las cosas hablar de la una como causa determinante del otro. Naturalmente la importancia creciente de una nueva clase en toda Europa, iba a afectar el problema religioso, pero el capitalismo no es un fenómeno específico de los países protestantes. España y Portugal fueron los primeros países imperialistas y han permanecido católicos hasta el día, existiendo países protestantes tales como Escocia, que han tenido muy poca conexión con los nuevos movimientos económicos. Sin referirse a la religión, la revolución económica se extendió por Europa y dondequiera que llegaba minaba el orden existente al sostener que el lujo y disfrute de la riqueza terrenal era carrera respetable para los cristianos. De la misma manera que la finanza internacional desbarató el equilibrio económico de Europa, así la filosofía de la propiedad individual acabó con el equilibrio moral del mundo.

La concepción que el hombre tenía durante la Edad Media de la propiedad, estaba subordinada al gobierno de la ley. Los gremios eran los que determinaban el justo precio de los productos que se fabricaban y la usura estaba prohibida. Al condenarla se condenaban todas las transacciones en las que un hombre resultaba perjudicado en beneficio de otro. Los frutos de la tierra y los productos de la industria del hombree se consideraban como bienes que podían ser objeto de transacción y cambiados por dinero, pero nunca produciendo exagerados beneficios.

No puede negarse que en la Edad Media también se produjeran estos, y que existiera la usura como medio de enriquecimiento. Pero la tradición cristiana los combatía, y tanto los reyes como la Iglesia seguían esta conducta tradicionalmente. Al vivir, como  lo hacían, en una economía estable, puramente localista, los hombres podían permitir la limitación de su iniciativa individual como protección en contra de la explotación desconsiderada, porque el mundo no tenía necesidad hasta entonces, ni del capital libre, ni de los capitalistas. Pero la vasta expansión del comercio internacional y los progresos de la ciencia y la tecnología, necesitaban precisamente estas condiciones, y pronto los emperadores y reyes y Papas comenzaron a depender de la burguesía, aun cuando continuaran denunciando sus prácticas de manera oficial. La corrupción de la Iglesia denunciada por Lutero y contra la cual se dirigió todo el movimiento de la Reforma, fue resultado inevitable de esta contradicción entre la moral predominante y el sistema económico de la época.

Evitaremos una vez más, el peligro de moralizar después de los acontecimientos. El hecho de que en los últimos tiempos de la Edad Media los hombres permitieran tácitamente los pecados que se denunciaban, no era debido tanto a perversión individual como a las circunstancias en que el fenómeno se producía. Dondequiera que un código moral o legal se mantenga a la fuerza, luego que el sistema económico que lo produjo haya desaparecido, surge una contradicción  flagrante entre la teoría y la práctica. En una situación tal como la descrita es imposible permanecer al mismo tiempo intelectualmente honrado y moralmente bueno. Los siglos XV y XVI caen precisamente dentro del estado descrito, y cualesquiera que hubieran sido las intenciones de los hombres de la época, es necesario considerar esta con una edad de colapso moral.

Así, mientras los nuevos soberanos nacionales rechazaban las pretensiones imperiales de Roma y afirmaban su suprema autoridad dentro de sus territorios, los reformadores empezaron a atacar el poder espiritual de la Iglesia. Denunciando su secularismo, sus riquezas, y la corrupción de sus costumbres, empezaron a dase cuenta de que el individuo, hombre y mujer, podía en realidad llevar una vida cristina solo si se libertaba de su denominación. Y la invención de la imprenta les proporciono una normal de vida que había de reemplazar los dogmas de la tradición católica. La Biblia impresa estaba ahora abierta a todo el que supiese leer; mediante ella, el hombre medio podía recibir la verdad directamente sin mediación del sacerdote. La educación, que había sido monopolio de la Iglesia, estaba ahora abierta todo aquel que pudiese permitirse leer libros, y la nueva clase media de Alemania, Francia, los Países Bajos e Inglaterra, llego a ser la columna vertebral de la Reforma. Las dos fuerzas motoras del movimiento que Martin Lutero precipito en el año de 1517, fueron la Biblia, como fuente de la verdad, no la Iglesia católica, la nación, no el Papa o Emperador, como fuente de poder.

Pero en sus primeras etapas la Reforma hizo poco por solucionar el problema social. Asqueado por lo que, según él, era la corrupción de la Iglesia católica, Lutero no percibió las razones de esa corrupción. En rebeldía contra todas las instituciones, y predicando un mensaje de salvación personal por la gracia de Dios, era pensador demasiado incoherente para elaborar un código social adaptado  a la nueva edad capitalista. En vez de ello, predico una reversión a la sencilla moralidad campesina que era tan medieval como el catolicismo que denunciaba. Despotricó contra la usura como cualquier monje, pero como también predicaba la destrucción de aquellas instituciones religiosas que  en un tiempo la habían impedido, el resultado verdadero de su cruzada  fue el de libertar a la Iglesia del control papal y de entregarla  al de los príncipes seculares, quienes podían alterar su dúctil credo para adaptarlo a cualquier forma que les conviniera. El protestantismo luterano, que empezó como motín contra instituciones y formas, termino como un departamento de Estado: obediencia pasiva a las autoridades civiles fue su mandato imperativo, y las revoluciones campesinas que buscaban un credo social en las enseñanzas de Cristo fueron aplastadas sin compasión por las nuevas iglesias reformadas. Fundamentalmente, el absolutismo de la España católica y de la Alemania protestante, tenían muchos puntos de contacto.

Pero fueron los efectos  indirectos de la Reforma los que alcanzaron significación permanente. La Iglesia ha sido la institución más rica del mundo. Cuando sus riquezas fueron confiscadas y distribuidas entre los nuevos ricos, se liberó de repente, para nuevas inversiones, una vasta y sorprendente acumulación de capital y grandes extensiones territoriales que anteriormente habían sido administradas por monasterios se convirtieron en propiedad personal de duros y tenaces hombres de negocios representativos de la nueva época. La teoría medieval de que el derecho de propiedad implicaba deberes correspondientes, desapareció con la jerarquía de las clases feudales y los nuevos dueños de la sociedad comenzaron a considerar la tierra como bienes movilizables , capaces de ser vendidos y comprados como cualquiera otra mercancía, es decir, como una forma de riqueza capaz de ser acumulada como cualquiera otra propiedad. Sin consideración a la ley vigente, o mal interpretando esta, se comenzaron a integrar grandes fincas individuales, arrojando al campesino que las había cultivado a otras tierras en barbecho que todavía no habían sido objeto de explotación, agravando así su situación económica.

Con la aparición de este nuevo aspecto en la propiedad privada exclusiva, surgieron nuevas ideas para la ciencia aplicada y para los reales métodos de negocios. La revolución económica fue acompañada por el cambio revolucionario en la industria. La propiedad privada, la ciencia y los métodos bancarios, marchaban unidos destruyendo brutalmente el ideal medieval de un solo organismo social, para reemplazarlo con una nueva sociedad  de propietarios individuales, aplicando la razón humana al aumento de las riquezas mundanas y de las suyas propias.

Pero de todas maneras el hombre europeo tenía que acomodar su religión, su ley y su moral social a estas nuevas condiciones. Como hemos visto, su primera reacción fue denunciarlas y mirar hacia atrás a una mítica edad dorada de felicidad feudal, con el resultado de que se encontraba impedido de restringir o controlar los males a que habían dado origen. La Reforma luterana y la Contrarreforma, durante la cual la Iglesia católica trato de remediar los desórdenes existentes, no fueron en realidad movimientos constructivos, terminando todo ello en el reconocimiento inevitable del nuevo orden de cosas, sin legislar sobre el asunto. Y es que la nueva moralidad social no podía surgir sino de la clase media misma, forjada por la experiencia positiva de los problemas del mundo moderno que lograría almacenar y, en consecuencia, ni los reyes ni los eclesiásticos pudieron realizar tal tarea. Tendremos que ir hasta el movimiento calvinista posterior a la Reforma de Lutero, para encontrar los principios de esa nueva filosofía de la vida.

Juan Calvino nació en Francia en 1509 y murió en Ginebra en 1564. Erudito, hombre de mucha de mucha calma y amigo de los detalles, Calvino era una personalidad muy diferente de la que presenta el vehemente, romántico e incoherente Martin Lutero. Calvino es importante para nosotros, no por la originalidad de sus pensamientos, sino porque el comenzó un movimiento que moldearía las mentes de las nuevas clases de negociantes en Francia, Suiza, Holanda, Gran Bretaña y últimamente Norteamérica. Sin entregarla, como hizo Lutero, al  poder de los nuevos príncipes seculares, Calvino fundo una Iglesia en la cual los comerciantes y banqueros de sus días, podían sentirse a sus anchas. El modelo de esta Iglesia reformada lo encontramos en la ciudad de Ginebra, donde Calvino reino como dueño y señor absoluto, designado especial de Dios para interpretar su palabra durante as de veinte años. Aquí fue donde la nueva clase comercial comenzó a elaborar una mentalidad propia, con austera y enérgica severidad. Sin Papas n Emperadores que les dieran órdenes, los ciudadanos de Ginebra se sometieron voluntariamente al dictamen de sus mayores considerados como intérpretes de la voluntad divina.

Los reformadores calvinistas no entendieron totalmente los cambios que habían tenido lugar, ni rechazaban por completo el sistema de vida medieval. En la cuestión crucial de la usura, Calvino fue conservador, puesto que hizo una distinción vital entre lo que debía entenderse por aquella operación prohibida y la ganancia legítima del capital. Continuaba creyendo que la religación debía regir totalmente la vida del hombre, y que la Iglesia era la suprema autoridad. Pero reemplazo la Iglesia Universal de Roma por ministros ginebrinos, electos como tales, colocando la Biblia como fuente final de verdad, en vez del cuerpo de enseñanza de la Iglesia católica.

Estos cambios fueron suficientes para facilitar un comienzo sobre el que construir la nueva moral y la moderna teoría política. Los sobrios comerciantes de Amberes, Lyon y Ginebra, liberados de Roma y de las restricciones económicas feudales, elaboraron gradualmente la filosofía de la industria, ahorro y buenas acciones que iba a ser la base de la confianza comercial y de la iniciativa privada en Inglaterra y Norteamérica. La siniestra doctrina de la predestinación enseñaba que los elegidos lo eran de antemano por decreto especialísimo de la Providencia. Pero para estar  seguro de contarse entre los elegidos, cada individuo debía disciplinar su vida de acuerdo con una ética rígida. Con este  sentido de la responsabilidad personal, e inspirados en él, los calvinistas demostraron una energía tan grande como la de los comunistas actuales, quienes también creen en la omnipotencia de una fuerza mayor que la individual. ¡Nada da más fuerza, resolución y dinamismo a los hombres que la creencia de ser mero barro en las manos de su Creador!

Naturalmente que en los escritos de Calvino no existe ni traza de la democracia ni del individualismo. Él era, de un extremo al otro, autoritario y teocrático, y aunque había liberado  los hombres del yugo de Roma, los había sometido al de Dios a través de sus intérpretes elegidos. Que este tipo de “fundamentalismo conviniese al temperamento de las nuevas clases medias proporcionándoles una moralidad que les facilitaba la prosperidad comercial, es solo una accidente de la historia. La influencia de Calvino no es debida a su perspicacia sino al hecho de que, sin consideración alguna respecto a la política y a la economía, busco sencillamente enseñar una vida honesta al respetable hombre de negocios. Al  hacer esto contribuyó a crear una base estable de moral social sobre la cual podría construirse una estructura política firme, por hombres absolutamente diferentes en su manera de pensar de los primitivos reformadores protestantes.

V. TEORIA POLITICA DEL ABSOLUTISMO

Hemos visto ya que la aparición del Estado-nación constituyo un largo y complicado suceso. A fines del siglo XVI, la Reforma y la Contrarreforma habían dividido a Europa en una serie de Estados territoriales, ya católicos o protestantes, todos ellos con numerosas minorías religiosas enérgicamente combatidas por el poder dominante. Por otra parte la revolución económica se había desarrollado con diversas velocidades en los distintos países. En resumen, puede decirse que los países protestantes eran aquellos en los cuales la burguesía había obtenido ya su influencia permanente amenazando desde entonces la supremacía absoluta de los reyes, mientras que en los católicos, como sus monarcas obstruccionaban el desarrollo del capitalismo, ya que comenzaban a mostrarse señales de su ulterior decaimiento. España, Portugal e Italia, iban a ser reemplazados como directores del comercio europeo por los Países ajos e Inglaterra, mientras que Alemania, destrozada por la guerra religiosa e inhabilitada para adquirir la unidad nacional, iba a ser desplazada a un último lugar en el escenario europeo; únicamente Francia, entre los países católicos, había comenzado a desarrollar las características del Estado moderno, pero también la supresión del protestantismo hubo de costarle muy caro.

Las primeras teorías políticas del Estado-nación reflejaban claramente el carácter transitorio de los compromisos ente el despotismo centralizado y el nuevo capitalismo financiero de la burguesía. En la introducción ya se distinguió entre las teorías que influenciaron los cambios históricos y las que solamente demuestran que estos se han percibido claramente. Las de Maquiavelo, referentes al Estado, pertenecen al último grupo. Aunque incompletas y unilaterales, dan cuenta de un hecho innegable, el de que el Estado moderno se basa definitivamente en una fuerza centralizada y que sin el respaldo de esa fuerza no puede prevalecer justicia ni moralidad de clase alguna. Pocos de los contemporáneos de Maquiavelo llegaron a entender las implicaciones de esta teoría, y las ideas que influyeron en la construcción del Estado-nación fueron, por lo general, intentos para evadir esa implicación desagradable, tratando de adaptar la filosofía medieval a las nuevas condiciones sociales.

La más influyente de las nuevas teorías fue la del Derecho Divino de los Reyes, y el correspondiente deber de la obediencia pasiva. La teoría es simple, popular y fundamentalmente absurda. No fue sustentada por filósofo alguno de verdadero valor y, a pesar de ello, desde fines del siglo XVI hasta 1914, gozó de importancia excepcional. No fue solo Jacobo I de Inglaterra quien sostuvo gobernar por derecho divino, exigiendo de sus súbditas obediencias absolutas, sino también los últimos emperadores de Alemania y de Rusia.
La teoría de basaba principalmente en citas de la Biblia. Jesucristo había dicho: “Dad al Cesar lo que es del Cesar”; y San Pablo había amplificado la enseñanza en su Epístola a los Romanos:
1.       Toda alma se someta a las potestades superiores: porque no hay potestad sino de Dios; y las que son, de Dios son ordenadas.
2.       Así que el que se opone a la potestad, a la ordenación de Dios resiste: y los que resisten, ellos mismo ganan condenación para sí.
3.       Porque los magistrados no son para temor del que hace bien, sino del malo. ¿Quieres pues no temer la potestad?, haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella.
4.       Porque es ministro de Dios para tu bien. Más si hicieres lo malo, teme: porque no en vano lleva el cuchillo; porque es ministro de Dios, vengador para castigo al que hace lo malo.
5.       Por lo cual es necesario que le estéis sujetos no solamente por la ira, más aun por la conciencia.
6.       Porque por esto pagáis también los tributos; porque son ministros de Dios que sirven a esto mismo.
7.       Pagad a todos los que debéis: al que tributo, tributo; al que pecho, pecho; al que temor, temor; al que honra, honra.

En lo transcrito encontramos instrucciones precisas y directas para los fieles cristianos. Aunque el Imperio Romano fue pagano, San Pablo ordeno a los cristianos que aceptaran su autoridad como derivada de Dios. En consecuencia, admitía que el Estado, cualquiera que fuera la personalidad moral de su monarca, era de creación divina. Jacobo I de Inglaterra escribió: “Los reyes son las imágenes vivientes de Dios”. Esta nueva y sorprendente teoría fue imprescindible por el rompimiento del orden mundial del medioevo y la sostenían los reyes y sus partidarios, tanto de procedencia católica como de procedencia protestante. La fe podía ser distinta, pero el principio fue el mismo, porque el nuevo Estado dependía en ultima razón de la fuerza concentrada en el gobierno central, y el gobierno central iba a exigir absoluta obediencia de sus súbditos, aun cuando grandes núcleos de ellos rehúsan en reconocer su autoridad. El gobierno no podía permitir que la conciencia religiosa pusiese en duda sus mandamientos, sin que esto condujera a la guerra civil, ni tampoco podía permitir que el común de los hombres aceptara las doctrinas de Maquiavelo. Porque, aunque era cierto que el Estado descansaba sobre la fuerza, aceptar esta doctrina era admitir que cualquier poder rival tenía el derecho de echar abajo el gobierno existente De manera que el derecho divino de los reyes, se convirtió en la justificación del statu quo en una época destrozada por una sucesión de guerras religiosas. Los gobiernos católicos lo utilizaron contra sus minorías protestantes, y los gobiernos protestantes contra las católicas. Las minorías católicas en los países protestantes lo combatirían, aunque con argumentos uy distintos de los que usaban los protestantes bajo un gobierno católico. Resultaba una doctrina muy conveniente, siempre que los del bando propio estuvieran en el poder.

Pero si uno no se encontraba entre los que mandaban, era necesario idear nuevas teorías políticas para justificar la resistencia. Tanto los hugonotes en Francia como los católicos en Inglaterra, estaban igualmente interesados en negar el derecho divino y en encontrar razones por las que ningún Estado debía perseguir a sus súbditos, en razón de sus creencias religiosas. Por este motivo se hizo necesario volver a la antigua noción medieval de un pacto entre el rey y su pueblo, tratando de demostrar que, aunque el poder divino se derivaba de Dios, también dependía del convenio que se hubiese establecido para mantener la religión verdadera. Una vez admitido esto, la minoría religiosa, ya fuese católica, ya protestante, podía argüir que si el rey profesaba una religión falsa, se estaba en lo cierto al combatir su poder y destruirlo. Esta teoría resultaba tan absoluta como la del derecho divino. No reclamaba tolerancia para las otras sectas religiosas, sino que el poseedor “de la religión verdadera!” era el único que tenía el derecho de rebelión.

Debemos señalar dos importantes rasgos en estas nuevas teorías políticas, que surgieron con los conflictos que presentaba el Estado-nación. En primer lugar, todavía eran de orden teológico los argumentos empleados, pues, al contrario de Maquiavelo, se negaban sus ideólogos a reconocer el carácter secular de la política, ya que reclamaban el derecho absoluto de la religión organizada, para controlar los gobiernos. Mientras se mantuviera esta teoría, no había lugar para la libertad, ni la democracia, ni el constitucionalismo, y se estaba obligado a permanecer en un perenne estado de guerra civil e internacional. Porque estas teorías son tan totalitarias como el fascismo y el comunismo modernos. Proclamaban el derecho de que aquellos que poseían la verdad, debían de obligar a practicarla a todo el resto del mundo. Y hasta que la Europa se encontró totalmente exhausta por las guerras religiosas, no se vio claro que la herejía no podría ser nunca extirpada por la opresión violenta, y solo entonces comenzó a fructificar la idea de la tolerancia, y como esta idea no podía surgir sino siendo el Estado únicamente un poder secular (como Maquiavelo lo había concebido) que dejase la cuestión religiosa al arbitrio de la conciencia individual.

En segundo lugar, la Reforma había producido una situación en la que los gobiernos establecidos diferían precisamente en la religión que trataban de imponer a sus súbditos, mientras todo el mundo seguía sosteniendo que debía ser impuesta por la fuerza una religión universal. Esto quiere decir que la teoría política se convirtió en instrumento totalmente oportunista. La teoría esgrimida dependía de si el individuo convenía o no, en sus propósitos, con el gobierno existente. Esta teoría política no fue un intento para analizar cómo está  constituida la sociedad, y como debe organizarse para el bien de todos, sino un instrumento de propaganda que podía utilizarme en favor o en contra del orden establecido. Porque ambos partidos buscaban lo imposible- la absoluta uniformidad de la creencia religiosa- y ambos estaban incapacitados para percibir los hechos básicos acerca del Estado- nación, tal cual los había señalado Maquiavelo desde mucho tiempo antes.

Resulta innecesario analizar en detalle cualquiera de estos argumentos en favor de la obediencia pasiva, o en pro del derecho de resistencia. Aunque muchos de sus propagandistas resultaron hábiles panfletistas, no hicieron más que servir a su causa interesada. Los grandes adelantos en el pensamiento humano se efectuaban en este momento de la Historia, en el terreno de la ciencia y de la filosofía, y los grandes cambios sociales fueron el resultado de la labor de los estadistas, no de los teorizantes, de los científicos, y no de los filósofos políticos. Pero hacia comienzos del siglo XVII, la época estaba madura para que se efectuase el primer análisis consciente del Estado moderno. La Europa occidental se había establecido ya en sus nuevos Estados territoriales, más o menos delimitados, cada uno con su propia burocracia, su ejército y su monarca absoluto. El nuevo sistema financiero era una institución respetable y reconocida por todo el mundo, y los derechos exclusivos de la propiedad privada se admitían universalmente. Los cimientos del Estados moderno habían sido construidos con toda seguridad.

Trujillo, mayo 2018
ejchanduvi@hotmail.com







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