EL APRA POR DENTRO


A la memoria del comandante de Marina
Enrique Águila Pardo y de Carlos
Collantes Preciado, uno de los jefes del
comando civil que combatió en el
Real Felipe.
En recuerdo de los que lucharon y de
los que sacrificaron hasta su vida,
por la implantación de la
justicia social en el Perú.



PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

Por captu lectoris habent sua fata libelli.
Terentiano Maurus, De litteris, de syllabis, de metris

[Según la capacidad del lector, los libros tienen un destino.
Terenciano Mauro, Sobre pronunciación, sílabas y métrica]

En 1988 se publicó la primera edición de El APRA por dentro. Lo que hice lo que vi y lo que sé. 1931-1957. Un libro memorioso en el cual su autor, Luis Chanduví Torres por muchos años un dedicado y sacrificado militante aprista expuso en forma detallada el proceso de descubrimiento, apasionamiento y finalmente desengaño que le tocó vivir en relación al aprismo y su líder y fundador, Víctor Raúl Haya de la Torre.

El ciclo de vivencias evocadas por Chanduví se inicia cuando el autor tiene apenas 22 años y es sargento segundo de Artillería trasladado a Trujillo donde pronto es ascendido y concluye 27 años después, tras muchas privaciones, prisión y destierro. Ese período comprende acontecimientos decisivos en la historia del aprismo y del país: los preparativos de la Revolución de Trujillo, las acciones revolucionarias en distintas localidades del país en 1932, la lucha clandestina bajo los gobiernos de Benavides y Prado, el exilio, el conflictivo período del Frente Democrático Nacional, la Revolución de 1948, la resistencia a la dictadura de Odría, nuevamente el exilio y finalmente la política de la «convivencia», oficializada en el III Congreso partidario de 1957. 

Estemos o no de acuerdo con Chanduví, los detalles sobre cómo se infiltró el aprismo en el Ejército en los años 1930-1932, cómo se desenvolvía el Partido Aprista en la legalidad y en la clandestinidad, cómo organizaba adeptos y cómo era su jerarquía interna; el comportamiento de los apristas en la prisión y el destierro; la actuación de personajes tan emblemáticos como el «Búfalo» Barreto en 1932 y el comandante Enrique Águila Pardo en 1948; cómo eran en la vida diaria líderes de alto nivel como Haya de la Torre y Manuel Seoane, todo ello tiene un verismo excepcional que no ha podido ser desmentido tras el paso de los años.

Desde su aparición, el libro de Luis Chanduví ha estado asociado con los libros agresivos de rompimiento y denuncia contra el aprismo publicados por otros ex militantes, como Luis Edgardo Enríquez, autor de Haya de la Torre: la estafa política más grande de América (Lima, 1951). La obra de Chanduví, sin dejar de ser polémica, puede ser asociada con más facilidad con el célebre opúsculo de Magda Portal: El partido aprista frente al momento actual. Quiénes traicionan al pueblo (Lima, 1950).

Al igual que Magda Portal, Chanduví cuestiona conductas y líderes pero no abjura de su militancia política ni de los ideales defendidos a costa de tanto sacrificio durante casi tres décadas. Defiende con firmeza el gran ideal que lo unió al aprismo en 1931:
“La captura del poder para la implantación del Estado aprista. El APRA era una escuela, había que combatir la ignorancia” (p. 30).
Tampoco abjura del hecho mismo de la revolución trujillana: “¡Revolución en Trujillo! Este es el episodio de más trascendencia en la lucha del pueblo peruano por su liberación e implantación de la justicia social, en el transcurso de este siglo” (p. 74).

En este aspecto su voz es importante porque la revolución trujillana del 7 de julio de 1932 es reseñada en forma defectuosa por diversos científicos sociales que los estudiantes peruanos consideran confiables y objetivos. Por ejemplo, Julio Cotler, Aníbal Quijano, Alberto Flores Galindo y Manuel Burga, han coincidido en mencionar este importante movimiento social liderado por el aprismo como un “alzamiento” o una “rebelión popular”, pero no una revolución en el sentido moderno y profundo de la palabra. Con esto pretenden decir que fue un acto de insurgencia popular aislado, sin perspectivas políticas y sin organización partidaria.

Los detractores de la Revolución de Trujillo suelen tener como principal respaldo la opinión del célebre historiador Jorge Basadre, cuya extensa obra Historia de la República del Perú, se refiere a esta gesta en forma peyorativa. Además de minimizarla, el historiador incluye menciones despectivas sobre la personalidad y el rol histórico cumplidos por Agustín Haya de la Torre, prefecto revolucionario de Trujillo, el mártir Manuel “Búfalo” Barreto y el líder de los insurgentes Alfredo Tello Salavarría. Esto es lo que allí leemos como demostración de que no fue más que un “alzamiento”:

“Ni Agustín Haya ni sus colaboradores adoptaron medidas que abrieran el camino hacia una revolución social. No entregaron la tierra a los campesinos, las fábricas a los obreros o los ingenios a los trabajadores de las haciendas industrializadas. Tampoco proclamaron la abolición de la propiedad privada o el desconocimiento de la deuda pública; ni organizaron consejos de obreros, campesinos y soldados” (Jorge Basadre: Historia de la República del Perú, tomo XIII, cap. VI).

Este párrafo encierra prejuicios y falsas interpretaciones que Chanduví aclara con nitidez.

Chanduví reseña con precisión que la Revolución de Trujillo no se circunscribe a los sucesos ocurridos entre los días 7 y 12 de julio de 1932. Fue la expresión más alta de un proceso de alcance nacional, que abarcó también Lima, Callao, Cajabamba, Huari, Huaraz, Cajamarca, Chiclayo y otras ciudades y concluyó con el alzamiento del Comandante Gustavo “Zorro” Jiménez entre los días 11 y 15 de marzo de 1933.

Anota también que el Partido Aprista no tenía un propósito deliberado de insurrección. Protestaba contra una tiranía de Sánchez Cerro que había dictado una Ley de Emergencia que suprimía las más elementales garantías ciudadanas, expulsando del país a 23 congresistas constituyentes (22 de ellos apristas), apresando sin causa judicial a Víctor Raúl Haya de la Torre y numerosos opositores al régimen y realizando diversos atentados armados contra actos de protesta del aprismo. El objetivo de la Revolución Aprista no era expropiar tierras ni fábricas sino restablecer plenamente la vida constitucional convocando para este fin a sectores muy amplios de la población.

Chanduví también aclara que en Trujillo, el Partido Aprista y el pueblo organizado dieron conmovedores ejemplos de heroísmo, capacidad organizativa y disciplina revolucionaria. No hubo actos vandálicos contra la propiedad privada y se combatió hasta las últimas consecuencias manteniendo a raya tropas fuertemente armadas y protegidas por aviones de guerra. Está probado que la muerte de 10 oficiales prisioneros ocurrida el 10 de julio no fue un acto deliberado del Partido ni fue realizado por militantes apristas.

Que la Revolución Aprista de 1932 tuviera objetivos democráticos no la disminuye. Una revolución popular, realmente masiva (no la simple captura del Estado por una minoría aventurera), siempre se basa en urgentes y elementales necesidades de libertad. En términos concretos, la revolución social es el alzamiento general del pueblo para imponer su soberanía contra la opresión. Y eso ocurrió en Trujillo y gran parte del país el 7 de julio de 1932.

La velada comparación que hace Basadre entre la Revolución de Trujillo y la Revolución Rusa se basa en la ignorancia. La Revolución Rusa tuvo como principal consigna el fin de la guerra con Alemania (durante la I Guerra Mundial de 1914-1918). Igualmente, la Revolución China de Mao tuvo como detonante la ocupación japonesa y la Revolución Cubana de Castro sólo pretendía el fin de una odiada dictadura. En ningún caso las reformas sociales se dieron de un día para otro. Se basaron en un proceso político más largo y complejo. En octubre de 1917 ningún obrero bolchevique quería el socialismo ni hubiera sabido cómo hacerlo. Querían “pan, paz y libertad”. La Ley de Nacionalización General de las Industrias del gobierno revolucionario ruso recién se dio el 28 de junio de 1918, meses después que Lenin disolviera la Asamblea Constituyente. Y, al igual que en Cuba y en China, se dieron en condiciones dictatoriales extremas.

Pero lo esencial es recordar que esa Revolución de 1932 demostró que el aprismo era un movimiento esencialmente comprometido con la defensa de las plenas libertades. Los numerosos héroes y mártires trujillanos de esas jornadas memorables, fueron un digno ejemplo del derecho del pueblo a la insurgencia cuando sus derechos son conculcados. Ese derecho es lo que vinculó a Luis Chanduví desde el primer día, siendo un sargento de Artillería, con el aprismo.


INTRODUCCIÓN
He tardado tantos años en escribir este relato, porque no tenía tiempo para hacerlo, la lucha por la vida para sostener mi hogar me lo impedía. Cuando menos lo pensé había cumplido 70 años y estaba jubilado.
Al releer cartas, documentos y apuntes acumulados en varios lustros, me decidí a volcar en estas páginas, mis recuerdos delo que hice, de lo que vi y de lo que sabía en los años que milité en el APRA.
Desde 1931, cuando conocí a Víctor Raúl Haya de la Torre, tuvieron que transcurrir 17 años, para que el 3 de octubre de 1948 me convenciera de que Haya de la Torre no era más que un demagogo, cuya egolatría lo llevó a traicionar al pueblo aprista, colaborando con sus líderes en el aplastamiento de su insurrección.
Con el fracaso de la revolución del 3 de octubre de 1948 por la traición de sus líderes, terminó la vieja etapa revolucionaria del APRA, alentada por el caudillismo demagógico del Jefe del partido y el romanticismo revolucionario de sus militantes.
Este movimiento marca una fecha crucial en la historia de la política peruana. Señala una línea divisoria en el planteamiento político nacional, y dentro del partido se rompe el tabú de la incondicionalidad hayista y pone al descubierto ante las masas, que el mentado afán revolucionario de Haya no había sido más que un bluff.
Se sirvió de la amenaza conspirativa, tanto para desviar la presión revolucionaria de las masas apristas, como para chantajear a la reacción, a fin de facilitar sus transacciones oportunistas.
Su vida política zigzagueó siempre en el terrorismo o el golpismo chantajeador y el oportunismo entreguista y claudicante.
A pesar de mi desengaño el 3 de octubre, persistí todavía en la lucha, con una ligera esperanza, que a medida que transcurrían los días se fue desvaneciendo. El 15 de diciembre fui detenido, acusado de conspirar contra Odría. En junio de 1949 salí deportado.
Durante esos 17 años, el carisma de Haya, la lucha clandestina y la persecución, crearon dentro del partido un fanatismo y una mística que persistió hasta mucho tiempo después a pesar de su quiebra ideológica y su política claudicante.
Las cartas a que me refiero en mi relato, correspondientes al período de 1948 a 1957, me fueron proporcionadas por un amigo que las encontró en un archivo de la firma chilena «Socorex», de la que fue gerente Manuel Seoane y donde trabajé hasta mi regreso al país.
Por resultarme el relato demasiado extenso, he dejado al margen algunos episodios. Lo principal está escrito.

Luis H. Chanduvi Torres

ESCUELA MILITAR DE CHORRILLOS
Habían transcurrido dos años de mi ingreso a la Escuela de Clases de Artillería de la Escuela Militar de Chorrillos como voluntario, habiendo firmado un contrato por cuatro años. Comenzaba el año de 1930 y había ascendido al grado de sargento segundo. En aquellos tiempos, gran parte de los jóvenes que terminaban su instrucción secundaria y no tenían medios económicos para continuar los estudios de una carrera liberal, o que no habían podido ingresar a la Escuela de Oficiales, se presentaban como voluntarios a la Escuela de Clases. Otros, podían terminar los dos últimos años de instrucción secundaria y siendo sargentos segundos aprobados para sargentos primeros, se presentaban al segundo año de la Escuela de Oficiales, con la ventaja de la experiencia de uno o dos años de estar sirviendo en el Ejército.
En el año 1928 era jefe de la Escuela de Clases de Artillería el entonces mayor Eloy G. Ureta y Montehermoso[1]; el cuerpo de oficiales estaba compuesto por el capitán Luis Pérez Salmón[2], los tenientes Héctor Zapatero, César Pando Egúsquiza[3], Marcial Merino[4], Alfonso Llosa Gonzales Pavón[5] y el alférez Juan Orrego.
Los soldados, a los que se denominaban alumnos, eran adolescentes de 16 a 19 años, voluntarios en un noventa por ciento, procedentes de diferentes departamentos de la República. Lo que más afectaba al recluta, era la disciplina inconsciente, donde las órdenes se debían cumplir sin dudas ni murmuraciones, no siéndoles permitido al inferior reclamar, aún siendo inocente, sino después de haber obedecido o cumplido un castigo injusto. Esa disciplina rigurosa, que templaba nuestro carácter, a algunos espíritus débiles los impulsó hasta el suicidio[6].
La dictadura imperante de don Augusto B. Leguía y el conocimiento de conspiraciones que se tramaban, encausaron nuestras rebeldías en busca de un cambio en el sistema social en que vivíamos. Toda persona debía tener la misma oportunidad de alcanzar una meta en la lucha por la vida. Asimismo, desterrar los privilegios por razones de fortuna, apellidos o amistad, a fin de que destacase el más capaz.
De política solamente sabía lo que había aprendido en el colegio. Me había impresionado la Revolución Francesa y de la Revolución Mexicana, a quien más recordaba era a Pancho Villa y de la Revolución Rusa había leído muy poco; más sabía de Rasputín que de Lenin. Con el tiempo mis inquietudes se fueron materializando hacia un objetivo: ingresar a un grupo conspirativo. Los sargentos éramos hombres clave para la realización de un movimiento. Ya el año anterior, siendo cabo, había fracasado un golpe para derribar al presidente Leguía el 24 de setiembre, durante la fiesta de la virgen de las Mercedes, Patrona de las Armas. El atentado debía realizarse cuando el presidente hiciera el recorrido de Palacio a la iglesia de La Merced, para asistir a la misa de Te Deum.
La conspiración fue delatada en la noche de la víspera de su realización. Según la versión que se conoció en aquella época, por la infidencia de un sargento de caballería, cuyo padrastro era un jefe de Policía, fueron detenidos en la Escuela de Artillería los tenientes  Alfonso Llosa Pavón y Marcial Merino; los sargentos Francisco Fernández y Luis Suárez. En la de Infantería el teniente Teodoro Garrido Lecca y los sargentos segundos Ampuero, Carlos Sobenes Lazo y Jobino Pita Jave[7]. De la Escuela de Caballería también fueron arrestados un oficial y dos clases.
A raíz de este conato, surgieron una serie de rumores en los grupos de clases de las diferentes armas; pero el tiempo fue amainando los comentarios y el hecho fue perdiendo actualidad, olvidándose con el transcurso de los días.
El año 1930 transcurría en la Escuela sin ningún hecho importante que comentar. El 23 de agosto, desde los primeros momentos posteriores al toque de diana, una noticia sensacional se propagó de inmediato: ¡Había estallado una revolución en Arequipa!
Cuando salimos al campo a realizar los ejercicios de rutina, pudimos leer en un diario la noticia en primera plana. El jefe de la revolución era el comandante Luis M. Sánchez Cerro, y publicaban el manifiesto de los revolucionarios que, como se supo después, había sido redactado por el doctor José Luis Bustamante y Rivero.
El presidente Leguía, que había sido adulado y endiosado durante once años, fue abandonado por todos los que habían medrado durante su gobierno y renunció en la madrugada del lunes 25 de agosto de 1930. El único defensor que tuvo fue el negro Arzola, uno de los guardaespaldas del dictador, que se defendió a balazos siendo muerto en desigual combate. Se formó una Junta  Militar presidida por el general Manuel María Ponce, mientras que el ex presidente Leguía se refugiaba en el B.A.P. Almirante Grau, con la intención de salir fuera del país. Al tener conocimiento Sánchez Cerro de este hecho, amenazó a la Junta haciéndola responsable de la huida del dictador; ésta se intimidó, y ordenó que Leguía fuera llevado prisionero a la isla San Lorenzo.
El consenso entre todos los clases era que la Escuela debería apoyar el movimiento. Se supo que el general Ponce, jefe del Estado Mayor General, quien había organizado y presidía la Junta Militar de Gobierno, no estaba de acuerdo con los revolucionarios de Arequipa, cuya Junta tenía como jefe a un militar de menor graduación y era muy probable que defendiese con la armas su posición.
El general Fernando Sarmiento   ̶ Director de la Escuela Militar en ese entonces  ̶   sin importarle la menor graduación, secundado por los jefes que tenía a sus órdenes, decidió apoyar a Sánchez Cerro enviando un emisario por avión al sur, ofreciéndole el respaldo de todas las tropas que comandaba cuando llegase a la Capital[8].
El día de la llegada de Sánchez Cerro a Lima fue feriado para el pueblo. El jefe de mi batería, teniente Rubio, me ordenó que condujese a mis soldados al campo de aterrizaje que tenía la compañía Faucett en Santa Cruz. Como no teníamos vehículos para movilizarnos teníamos que hacerlo manu militari. Salimos por la puerta de prevención de tropa y esperamos en la explanada. A los pocos minutos pasó un camión cargado con costales llenos de papas, lo detuvimos, lo hice descargar con la tropa y nos transportamos en él al campo de aterrizaje, punto de reunión de todos los efectivos de la Escuela. Nos habían dado 250 cartuchos de guerra por hombre, previendo cualquier ataque de las tropas de la Guarnición de Lima. Pero nada sucedió, no se habían movido de sus cuarteles. La Escuela Militar con todos sus efectivos fueron las únicas tropas que recibieron al héroe de la revolución de Arequipa.
Sánchez Cerro ingresó a la ciudad en automóvil descubierto, acompañado de jefes y oficiales; el desfile era precedido por tropas de caballería, a la retaguardia marchaban las tropas de infantería y artillería. A medida que se ingresaba a las calles de Lima, la marcha se hacía imposible, una multitud jamás vista, delirante de entusiasmos, nos acompañaba. Ya no se pudo llevar el arma sobre el hombro, tuvimos que hacerlo al porta fusil, prácticamente caminábamos en vilo. Así en esa forma apoteósica ingresó el comandante Sánchez Cerro a Palacio y se instauró un nuevo Gabinete presidido por él.
Días después de su llegada a la capital, fue de visita a la Escuela, como un agradecimiento al general Sarmiento, oficialidad y tropas a su mando. A pesar de ser el presidente del Gabinete no pasó revista en la forma acostumbrada, posiblemente porque había jefes de mayor graduación que él. Nos hicieron formar por unidades, cada una en su propio emplazamiento. La Escuela de Artillería fue la última que visitó, formamos en doble fila abriendo calle. Después de haber saludado a los jefes y oficiales, recorrió las filas dándonos la mano a cada uno. Después de que se retiró hubo salida general y suspensión de castigos.
La vida en la Escuela continuó su ritmo, como si no hubiese sucedido nada en el país. En las horas de descanso, antes del toque de silencio, los sargentos nos reuníamos a conversar.
Amadeo Varillas pertenecía al arma de Infantería y lo habían designado para dar instrucción militar a los alumnos de la Universidad de San Marcos, con otros clases de su arma. De ese contacto emanaban nuevas ideas hacia nosotros y charlas de índole social abrían otras ventanas que nos hacían ver la realidad del país y acicateaban nuestras ansias de participar en un movimiento revolucionario.
Transcurría el último mes de 1930, en setiembre de había fundado el Partido Aprista Peruano; como Varillas ya no iba a dar instrucción a la Universidad, del programa de este partido político no conocíamos nada; sabíamos que su líder se llama Víctor Raúl Haya de la Torre y que sus correligionarios, el pueblo sanchecerrista los apodaba «calzón con blonda». Hasta esa fecha lo único que había hecho Sánchez Cerro era la creación de un Tribunal denominado de Sanción Nacional, para castigar a todos los leguiístas que se habían enriquecido ilícitamente. Ninguna ley de carácter social había promulgado desde que tomó el mando de la Nación, excepto la derogatoria de la ley de conscripción vial. Los que habíamos esperado un cambo inmediato, estábamos desilusionados.
Después de Año Nuevo me trasladaron con el mismo grado, al Regimiento de Artillería N° 1 acantonado en la ciudad de Trujillo. Cuando salen los cambios el personal nominado está relevado de todo servicio, excepto el de guardia de prevención quedando en tránsito en espera que la Comandancia remita los pasajes.

MOTÍN EN EL CALLAO

En el mes de febrero el sargento segundo Víctor Westphalen Mendizábal, compañero de promoción y amigo personal, quien había sido destacado el año anterior al Regimiento de Artillería de Costa en el Callao, me informó que se estaba gestando una conspiración contra Sánchez Cerro y que él se había comprometido con el teniente de su batería, Humberto Santos. Dentro del plan trazado, tenían que posesionarse de los castillos del Real Felipe, pero no contaban con ninguna ametralladora. Me pedía mi intervención y que comprometiera a otros clases; pero al preguntarle quién era el jefe del movimiento no supo darme razón. Le argüí que averiguara primero quién encabezaba la conspiración y qué jefes estaban comprometidos, para poder tomar una decisión.
Días después, Westphalen me comunicó que el movimiento debía producirse el día 20, que estaba comprometida toda la Policía y varios cuerpos de Ejército, pero que la situación era la misma en el Callao: la falta de ametralladoras. Insistía en desconocer el nombre de los jefes conspiradores; él y los demás clases estaban comprometidos con el teniente Santos. En esa forma no era tan ingenuo para intervenir, pero por espíritu de aventura y tratando de averiguar quién era el jefe, le mandé decir al teniente Santos que quería hablar con él, porque podía ofrecerle mi colaboración personal, siempre que el levantamiento fuese el día 20, ya que tocaba la casualidad que el día 19 mi batería entraba de guardia de prevención. Aunque no estaba en el rol de servicio podía hacer una permuta, a fin de facilitarle en la madrugada el acceso a la Escuela para que sacase las ametralladoras que habían en las dos compañías, debiendo traer medios de transporte y tropa.
Westphalen le comunicó mi propuesta, pero no le dio credibilidad a mi ofrecimiento.
El general Pedro Pablo Martínez fue el jefe de la sublevación que se efectuó en la madrugada del 20 de febrero de 1931. Las tropas que lo secundaron fueron las del Regimiento de Artillería de Costa del Callao y fuerzas policiales del puerto y de la capital. Los sublevados se posesionaron de los castillos del Real Felipe, esperando ser secundados por otros regimientos, lo que no aconteció.
Fueron combatidos por tropas de la Guarnición de Lima: los regimientos N° 5 y 7 de Infantería y la aviación; esta arma les causó mayores bajas obligándolos a rendirse. Dada la situación política existente, no hubo proceso para los sublevados, a los pocos días los prisioneros fueron puestos en libertad y regresaron a sus cuarteles.

TRUJILLO

Dos días después del motín del Callao la Comandancia envió los pasajes y me embarqué en el Ucayali con destino al puerto de Salaverry, a fin de dirigirme a Trujillo, a ocupar mi plaza en el Regimiento de Artillería N° 1, que estaba acantonado en el cuartel O’Donovan de dicha ciudad. Durante el viaje buscó mi amistad un periodista trujillano apellidado Lapoint, fue la persona que me habló por primera vez del Partido Aprista y me dio a conocer a grandes rasgos su doctrina, sus programas máximo y mínimo, regalándome folletos para que los leyera. Para mí era una novedad su antiimperialismo y su programa; encontraba un partido que encausaba mis inquietudes revolucionarias, para luchar por la justicia social tan anhelada. Había que conocer a su Jefe y a sus lugartenientes, para saber por qué los sanchecerristas habían bautizado a los apristas con el afeminado remoquete de «calzón con blonda».
Desembarqué en Salaverry y me fui en tren a Trujillo. El cuartel O’Donovan quedaba a kilómetro y medio del centro de la ciudad. De cuartel solamente tenía el nombre, estaba construido por varios pabellones de madera, anteriormente había sido un leprosorio; no tenía muros en el frente, a los lados los tenía de adobe, con la altura que se estila para una casa; el muro del fondo sí era mucho más alto y contenía un pequeño torreón en cada esquina; en el centro un grueso portón de madera de unos tres metros de ancho, que le llamaban la «puerta de fondo». Jefe del Regimiento era el comandante Julio Silva Cáceda, segundo jefe el mayor Pastor, quien después fue reemplazado por el mayor Luis Pérez Salmón; los capitanes Emilio Baltuano, Hipólito Cruz, Juan Raguz y Manuel Morzán; los tenientes Vásquez, Ramírez, Quezada y Severino; el alférez Padilla y el capitán armero Víctor Corantes.
Entre los clases me encontré con dos sargentos primeros, antiguos compañeros de promoción en la Escuela, que habían sido destacados el años anterior a sargentos  segundos y ascendidos ya al grado superior; eran José Chávez Orozco y Alfredo Parodi. Dos sargentos segundos, Luis Sánchez Velásquez y Manuel Andreu, habían sido mis alumnos en la Escuela Militar. El encontrar gente conocida me reconfortaba espiritualmente, mitigaba la nostalgia de haberme separado por primera vez de mi familia. Me asignaron a la primera batería donde mis jefes eran el capitán Baltuano y el sargento primero Ernesto Vértiz Capelo.
De mis conocidos, con el que tenía más confianza e intimidad, era con el sargento primero Chávez, codepartamentano, habíamos estudiado en el colegio San José de Chiclayo, en la época que nos militarizó el gringo Weiss y años después nos encontramos en la Escuela Militar. Teníamos las mismas ideas, pero le faltaba audacia para actuar. Desde que llegué, nuestras horas de descanso, tanto en el cuartel como en la calle, las pasábamos juntos. También estaba de acuerdo en que la solución para el país podía ser el APRA. Me puso al tanto de la inclinación política de algunos oficiales, la mayoría eran partidarios de Sánchez Cerro. Sobre el comandante Silva se rumoreaba en la población que simpatizaba con el APRA; de los oficiales sólo el capitán Cruz era simpatizante, también un teniente, pero con este último había que tener mucho tino, porque era proclive al alcoholismo. Entre los clases, el sargento primero Vértiz era neutral, Parodi era muy buen amigo, leal, pero no quería arriesgar su carrera interviniendo en conspiraciones, más bien el sargento primero veterinario César Vivanco Moscoso, nunca se manifestaba, pero se sabía que era aprista.
Dos días después de haber llegado, el regimiento recibió la orden de salir hacia el norte a combatir una sublevación contra Sánchez Cerro. Las tropas al mando del coronel Valdiglesias[9] acantonadas en Piura y las de Lambayeque al mando del coronel Eulogio del Castillo, desconocían su autoridad.
Partimos en camiones como si fuera un regimiento de Infantería, íbamos armados solamente de carabinas, el camión que nos conducía estaba al mando del sargento primero Vértiz, quien nos comunicó que el plan del comandante Silva era no parar hasta llegar a los aledaños de la ciudad de Chiclayo y escuchó que también se había producido un movimiento insurreccional en Arequipa, habiendo ordenado Sánchez Cerro el envío de tropas por vía marítima bajo el mando del comandante Gustavo Jiménez «el Zorro» para debelarlo. La oficialidad iba sin ningún entusiasmo, su actitud con los clases era muy amigable. Como a las tres horas de viaje nos detuvimos por un desperfecto de uno de los camiones; se reanudó nuestro trayecto y al poco tiempo otro camión tuvo que detenerse por pinchadura en una de sus llantas. En la oscuridad de la noche, les era muy fácil a los soldados cometer averías con el fin de retardar el viaje; toda la tropa estaba compuesta por conscriptos oriundos del departamento de La Libertad, el sesenta por ciento era de la sierra y los restantes, gente criolla procedente del valle de Chicama.
Cuando llegamos a Zaña cundió la noticia que «el Mocho» Sánchez Cerro había dimitido; la información era cierta, el comandante Silva ordenó el regreso a Trujillo.

Al renunciar Sánchez Cerro, delegó el poder ante monseñor Holguín, quien ese mismo día lo cedió al presidente de la Corte Suprema Dr. Ricardo Leoncio Elías, el que fue sustituido, tres días después, por el comandante Gustavo Jiménez, quien a los ocho días entregó la presidencia de la Junta Transitoria a don David Samanez Ocampo. En el lapso de once días se habían sucedido cinco presidentes.


MOTÍN DEL SARGENTO HUAPAYA

El 24 de marzo de 1931 los diarios de Trujillo daban la noticia sobre el fracaso en Lima de un motín en el cuartel de Santa Catalina, encabezado por el sargento segundo Víctor Huapaya Chacón. Los amotinados sacaron los tanques y se dirigieron a la Plaza de Armas, pasando por todo el perímetro de Palacio, haciendo disparos de fusil al aire. Después de darse un paseo, regresaron nuevamente al cuartel, donde se encerraron declarándose en franca rebeldía. El cuartel fue rodeado por tropas de la Guardia Civil y del Ejército, entre cuyos efectivos se contaban fuerzas de la Escuela Militar de Chorrillos. Los focos de luz de la zona fueron destrozados; en medio de la oscuridad se desarrolló un tiroteo incruento. La artillería de la Escuela hizo tres disparos con el fin de derrumbar la puerta de entrada, pero ninguno de ellos dio en el blanco, yendo a caer por el distrito de La Victoria, felizmente sin causar ningún daño personal.
El movimiento fue debelado por la actitud personal del comandante Gustavo Jiménez, ministro de Guerra de la Junta, quien valientemente pidió hablar con los sublevados, los que le franquearon la entrada. Una vez en su interior, preguntó por el jefe del movimiento, pero el sargento Huapaya se había escondido, llamó al sargento más antiguo y cuando se presentó, le ordenó que formase a toda la tropa sin armas; este cumplió la orden, dando así fin al motín que había tenido en suspenso a la población que vivía en los alrededores del cuartel.
Los sublevados fueron juzgados por un Consejo de Guerra, que condenó al sargento Huapaya a 20 años de penitenciaría y a los demás clases a penas menores[10].
El sargento segundo Renato Livoni Larco quien actuó en la sublevación, junto con el sargento Huapaya y que fue condenado a pena de cárcel, me contaba:
«Estaba en el cuartel de Santa Catalina, en tránsito para irme a Iquitos, solamente conocía a los clases de la Escuela que estaban en la misma situación que yo. No hacíamos servicio, pero esa noche no salí a la calle y me quedé charlando con otros clases. Con Huapaya no tenía amistad, era un sargento de mayor edad que nosotros, hacía tres años que había estado de baja y se había reenganchado a raíz de la revolución de Arequipa, era sanchecerrista acérrimo. Se había filtrado la noticia, entre los clases, que el Gobierno iba a dictar un decreto suprimiendo el ascenso por la “directa”[11] y se estaba preparando un movimiento de clases a nivel nacional; el problema estaba en establecer la conexión cuando menos con un regimiento de cada Región. Esa noche nos habíamos  reunido en el detall[12] de una de las compañías para cambiar ideas mientras tomábamos unos vasos de cerveza  ̶ que en esa época era permitida su venta en la cantina del regimiento ̶  harían unas dos horas que estábamos conversando, cuando el sargento de guardia, que había entrado a tomar un trago, salió diciendo que iba a relevar a los centinelas de los torreones. Pocos minutos después escuchamos dos disparos, salimos a ver qué sucedía y bastó que algunos gritaran “¡revolución!” para que se iniciara el motín.
Huapaya pudo tomar Palacio, porque la guardia que estaba ese día era tropa del regimiento de Santa Catalina y, cuando pasaron los tanques, hasta abrieron las puertas; pero como no tenía ningún plan ni estaba dirigido por ningún partido político, se regresó a acuartelarse.
Después que la artillería hizo los disparos cundió el desconcierto, es por eso que cuando “el Zorro” Jiménez pidió hablar con los sublevados, inmediatamente le abrieron la puerta.
Entró acompañado de dos oficiales y unos clases. Huapaya había desaparecido y tuvo que presentarse el sargento más antiguo, cuando lo llamó el comandante Jiménez a punta de carajos; no lo dejó ni cuadrarse y metiéndole dos sablazos le ordenó que hiciese formar a la tropa. Así terminó el motín. El sargento Huapaya se había escondido en la tubería del desagüe, donde fue encontrado por el sargento primero Cacho, quien sacándolo a puntapiés lo llevó al calabozo; esto le valió para su ascenso a subteniente».


CONTACTO CON HAYA DE LA TORRE

Por el mes de abril, sorpresivamente llegaron al regimiento los sargentos segundos de Infantería Amadeo Varillas y Héctor Loayza, que los transferían del Regimiento de Infantería N° 11 acantonado en Cajamarca al de Artillería N° 1. Era un traslado que no se acostumbraba, los cambiaban de arma conservando su grado. Tanto Chávez como yo conocíamos a Varillas desde la Escuela, y si bien allá no estaba definido como la mayoría de nosotros, ya era simpatizante aprista lo mismo que Loayza. Los habían delatado que estaban conspirando; en realidad  ̶ nos dijeron ̶  estábamos organizándonos. Su llegada nos llenó de optimismo, ahora sí podíamos formar un buen equipo, a fin de tomar el control del cuartel. Lo básico era la organización para poder actuar en el momento dado, había que evitar que el Regimiento fuera el instrumento de cualquier militar ambicioso que quisiese llegar al poder. Principiamos a reunirnos en un café de la población que tenía comedores reservados y cuando no era posible que todos pudiéramos salir lo hacíamos dentro del cuartel, después del toque de silencio, en el cuarto del sargento primero Vivanco que era el más alejado de la prevención; como pretexto llevábamos un casino.
Habíamos llegado al convencimiento, por lo que habíamos leído y el fervor que había despertado en el pueblo, que el único partido político organizado que ofrecía, si llegaba al poder, un cambio radical y la implantación de la justicia social en el país, era el APRA. El retorno de Sánchez Cerro al poder no ofrecía la garantía de un cambio social, pues si bien contaba con gran cantidad del pueblo, era apoyado por la plutocracia, la clase media alta y el hampa mercenaria.
Para cumplir con nuestros propósitos teníamos que ganarnos la simpatía y el cariño de nuestros soldados, inquirir disimuladamente sobre la tendencia política de cada uno de los clases. No podíamos olvidar que cuando se sublevó Sánchez Cerro, más del noventa por ciento de los clases de la Escuela éramos sus partidarios y posiblemente  el mismo porcentaje o más lo tuvo en las guarniciones de la selva, norte y sur del país. Desde esa fecha sólo habían transcurrido 10 meses.
En mayo de 1931 la Junta Transitoria de Gobierno había convocado a elecciones generales para Presidente de la República y representantes al Congreso Constituyente. Se presentaron cuatro candidatos; pero la lucha  ̶ que sería una lucha a muerte ̶  estaba circunscrita a dos candidatos: Haya de la Torre y Sánchez Cerro.
A fines de junio llegó a nuestro cuartel una compañía de Infantería que venía de Lima; la comandaba el capitán Canal Guerra, quien se jactaba de ser compadre de Sánchez Cerro y tanto la oficialidad como la tropa, eran partidarios incondicionales del «Mocho». Contaban con dos ametralladoras ZB 30. La versión que se propagó en el cuartel era que venían a reforzar a las fuerzas del Gobierno, porque el electorado de Trujillo era aprista en su totalidad y Haya de la Torre iba a establecer aquí su centro de operaciones para dirigir su campaña política. Otra versión, que era la más factible aseguraba que la compañía del capitán Canal Guerra había sido enviada para controlar a nuestro regimiento, cuya tropa por ser oriunda del departamento estaba señalada como aprista y su comandante como simpatizante. Esto se confirmaba por la conducta que observaban los clases y la tropa de Infantería, quienes a las horas de descanso en el cuartel y cuando se encontraban en los días de salida en la calle, evitaban juntarse con los artilleros. Saltaba a la vista que se lo habían prohibido y que estaban cumpliendo una consigna.
En julio, el sargento primero de mi batería Ernesto Vertiz Capelo, que no era de nuestro grupo y del que no teníamos ningún antecedente, solicitó su baja y como tenía tiempo cumplido y era reenganchado, no hubo objeción y se la dieron a los pocos días.
Al producirse la vacante y habiendo rendido examen en la Escuela con nota aprobatoria, me correspondía ascender, pero la comandancia creyó conveniente sacarlo a concurso, convocando examen para el mes de agosto.
El 26 de julio Haya de la Torre llegó a Trujillo su ciudad natal, a la que denominó posteriormente «cuna y tumba del aprismo»; cuatro días después continuó su campaña política dirigiéndose a Cajamarca y posteriormente a Lima.
Un día, a comienzos de agosto, me hicieron llamar a la prevención, porque tenía una visita; era el sargento Jovino Pita que estuvo detenido por haber estado involucrado en el complot contra Leguía y que fue puesto en libertad cuando triunfó la revolución de Arequipa. Me contó que Sánchez Cerro les había ofrecido a todos los clases que estuvieron en prisión por este motivo, incorporarlos a la Escuela de Oficiales de la Policía; que en los seis meses que había estado en el poder no se pudo concretar el ofrecimiento y que ahora que se había presentado como candidato a la presidencia, todos ellos y otros clases que estaban de baja colaboraban en la campaña eleccionaria. Esto fue lo que me expresó, agregando que había llegado de Lima en una misión especial. Me preguntó qué otros clases de mi promoción procedentes de la Escuela habían en el regimiento; cuando se los nombré solamente recordaba a Varillas. Quería encontrarse con nosotros en otro lugar, por lo que convinimos vernos esa misma noche en la Plaza de Armas.
Fui con Chávez y Varillas al sitio convenido y nos dirigimos a conversar a un café. Habíamos acordado entre los tres guardar el mayor sigilo, para que Pita no sospechara que nosotros ya no éramos partidarios de Sánchez Cerro.
Con esa confianza, Pita, sin ningún preámbulo trató el asunto. He venido, nos dijo, con el mayor Abad que ha almorzado hoy día con los oficiales del regimiento de ustedes, en una misión secreta. El comandante Sánchez Cerro será presidente de todas maneras. En el caso de que Haya de la Torre ganara las elecciones y la Junta reconociera su triunfo, habrá un levantamiento militar en toda la República a favor del comandante Sánchez Cerro. Para coordinar esta acción es para lo que hemos venido el mayor Abad y yo; él para hablar con los oficiales y yo con los clases; mañana continuamos viaje a Lambayeque y al regreso pasaremos por Cajamarca. Al sur, al oriente y al centro también han salido comisiones con el mismo objeto. Los principales jefes del Ejército que tienen mando de tropa apoyan a Sánchez Cerro.
Una vez que terminó, nosotros con fingido entusiasmo le ofrecimos nuestra cooperación. Nos dejó una clave de frases y palabras convencionales para comunicarnos telegráficamente la fecha del levantamiento. Al despedirse nos dijo «Sánchez Cerro será presidente a las buenas o a las malas».
El ser poseedores de un secreto tan importante y estar comprometidos en el complot, nos hizo comprender el valor que había alcanzado el grupo y el servicio que podíamos hacerle a Haya de la Torre, si le poníamos en su conocimiento lo que se tramaba. Por tanto era urgente que tomáramos contacto con él; no sabíamos cómo lograrlo, ya que teníamos que obrar con mucha cautela. Por los diarios sabíamos que no se encontraba en Trujillo.
Desde la llegada de la compañía de Infantería, notamos en algunos oficiales de Artillería un cambio de conducta con los clases; exigían más disciplina y no toleraban ninguna muestra de confianza entre los clases y los soldados. Su proceder era el reflejo de algún control que estaban ejerciendo sobre ellos.
El capitán Canal Guerra, que no tenía que ver nada con la Artillería, siempre pasaba por nuestras cuadras husmeando lo que hacían los soldados. Un día que me encontraba solo trabajando en mi detall, ingresó de improviso donde yo estaba. Me levanté, cuadrándome y saludándolo militarmente.
̶  ¡Con que usted era aprista  ̶ me increpó ̶  sepa que lo tengo controlado y que lo voy a hacer colgar!
Noté que en una de sus manos portaba u paquete de periódicos que regularmente me enviaba mi familia y le contesté:
̶  ¿Por qué me dice usted eso, mi capitán? ¡Yo no soy aprista!
̶  ¿Y estas tribunas que le mandan?  ̶ expresó entregándome el paquete.
̶  Estos periódicos me los envía un primo, posiblemente él sea aprista, pero yo no le he pedido que me mande  ̶ le contesté.
̶  ¡Yo estoy seguro que usted es aprista y lo tengo que joder!  ̶ me dijo, saliendo de la oficina.
Su actitud me hizo poner en guardia y tomar una serie de precauciones dentro del grupo conspirativo. Como primera medida, ninguna reunión realizaríamos dentro del cuartel. Obviamente le comuniqué a mi familia que advirtiese a mi primo para que no me remitiera La Tribuna, porque me comprometía.
A fines de agosto se realizó el examen para el ascenso. Nos presentamos cuatro sargentos. Salí número uno, ahora no tenía sino que esperar su publicación en la orden del Regimiento.
En setiembre me destacaron para que fuera a prestar servicio durante el día a la Circunscripción Territorial, que estaba ubicada a una cuadra de la plaza El Recreo y de la que era jefe el comandante Mendoza de Infantería. Tenía que efectuar labor de oficinista todos los días útiles, con un horario de trabajo de 9 a 12 de la mañana y de 2 a 5 de la tarde. Esta repartición militar se encargaba de la inscripción y entrega de las libretas militares a los ciudadanos que estaban en edad de prestar servicio. En la oficina había tres empleados civiles, un secretario y dos ayudantes; estos últimos trabajaban conmigo y desde los primeros días nos hicimos amigos. Eran fanáticos apristas y activistas.
El 1 de octubre salió en la orden del Regimiento mi ascenso a sargento primero. Más que la satisfacción personal era la circunstancia de tener que integrar el rol de los oficiales que entraban de guardia, puesto clave para la consecución de nuestro objetivo.
El domingo 11 de octubre se realizaron las elecciones generales. Nuestro Regimiento y la Compañía de Infantería fueron las fuerzas encargadas de resguardar el orden. La votación se realizó sin que hubiera ningún incidente, todo transcurrió dentro de un marco de franca normalidad. Haya de la Torre votó en Trujillo, donde había llegado tres días antes y era su lugar de residencia.
Buscar una entrevista con Haya era mi problema, pues era de vital importancia que conociera el complot contra él. No me atrevía a ser franco con el cojo Blest, quien hasta ese momento era el único aprista que conocía en contacto con el comité. El día que se publicaron los primero cómputos del departamento, que favorecían abrumadoramente a Haya, fuimos con Chávez a un sitio de diversión llamado «El Aguilucho». Estábamos en el bar tomando cerveza, cuando escuchamos comentar que una de las personas que se encontraba en una mesa cercana a la nuestra, en un grupo, era «Cucho» Haya de la Torre, hermano del Jefe del Partido Aprista. Era la oportunidad que se nos presentaba para establecer el nexo que estábamos buscando. En un ambiente de esa naturaleza nos fue fácil entablar conversación y como estábamos uniformados, él también tenía interés en iniciar amistad con nosotros. Al notar que lo mirábamos, levantó su copa haciéndonos salud, gesto al que correspondimos. Y así, roto el hielo, después de unos minutos se acercó a nuestra mesa y lo invitamos a que tomara asiento.
Se inició la conversación recordando el fallido movimiento del sargento Huapaya y al poco rato ya nos habíamos identificado como simpatizantes del partido. Le informamos que estábamos organizados y que queríamos hablar urgentemente con su hermano, porque teníamos algo muy importante que comunicarle, relacionado con las recientes elecciones.
Como era extremadamente peligroso que nos fueran a buscar el cuartel, el enlace tenía que establecerse en la ciudad. Informándole a «Cucho» que yo trabajaba en la Circunscripción Territorial quedó solucionado el problema. Acordamos con él, que nos avisaría la fecha de la entrevista y que el enlace que me buscaría sería un «compañero»  ̶ nombre con el que se identificaban los correligionarios del APRA ̶  apellidado Tejada. Terminamos despidiéndonos como antiguos conocidos.
Al día siguiente comunicamos a los otros tres componentes del grupo el primer paso que se había dado; se acordó que el contacto inicial fuera establecido por Chávez y el que relata, recomendándonos el máximo de precauciones.
Dos días después, Blest me presentó en la oficina a un «compañero» llamado Alberto Tejada Lapoint, el que me comunicó que lo esperase al día siguiente, a las 11 de la noche, en la puerta de un conocido cine de la ciudad y que fuera solo. Acudí a la cita a la hora indicada  ̶ en esos años las calles de Trujillo a las 11 de la noche eran como las avenidas de un cementerio ̶  ya estaba esperándome, me dijo que el Jefe lo había nombrado como enlace para cualquier comunicación conmigo. Me llevó a una casa, que posteriormente supe era el domicilio de Américo Pérez Treviño, quien era candidato por La Libertad para ocupar una curul en el Congreso.
Tomé asiento y a los pocos minutos ingresó «Cucho» acompañado de dos personas; me presentó al secretario departamental de disciplina del partido Carlos Lizarzaburu y al compañero Guillermo Baldwin. Tejada se retiró dejándonos solos.
«Cucho» excusó a su hermano porque había tenido un asunto muy urgente que atender y que el compañero Lizarzaburu había venido en su lugar. Comprendí que era una precaución muy lógica en la primera entrevista.
̶  Quería hablar con el señor Haya de la Torre  ̶ le dije a Lizarzaburu ̶  porque tenemos una organización que está en condiciones de tomar el cuartel. Toda la tropa de la Artillería es aprista y queremos ayudar al partido para que Haya de la Torre sea presidente. Además hay una conspiración para llevar a Sánchez Cerro al poder si pierde las elecciones.
El efecto de mis palabras fue contundente. Inmediatamente llamaron por teléfono para averiguar si Haya ya había llegado. No estaba. Acordamos que al día siguiente me avisarían con Tejada la hora y que llevara también al otro sargento que estuvo conmigo en el bar.
Tejada me citó en la Plaza de Armas a las 12 de la noche. Fui con el sargento primero Chávez. Nos llevó a otra casa, que era el domicilio de Guillermo Baldwin, dentista muy conocido en la ciudad a quien le decían el «gringo» Baldwin.
Nos recibió el dueño de casa, Tejada se retiró. Al poco rato llegaron «Cucho», Lizarzaburu y Haya. Al Jefe del APRA solamente lo conocía por las fotografías que habían publicado los periódicos y por los afiches de la propaganda electoral. Nos causó magnífica impresión, muy cordial, estupendo conversador. Desde que tomó asiento no dejó de hablar, relatando sus viajes en la campaña electoral y la impresión que tuvo cuando regresó al Perú. Cortando su relato nos preguntó:
̶  ¿Ustedes querían verme para comunicarme un asunto importante?
̶  Así es señor Haya de la Torre  ̶ intervine ̶  venimos a ofrecerle la organización que tenemos en el Regimiento. Todos somos clases, no hay ningún oficial con nosotros…
̶  Entonces, ¿ustedes tienen organizada una célula?  ̶ nos interrumpió.
̶  ¿Célula? Bueno, nosotros no le damos esa denominación porque entiendo que en una célula se reúnen todos los componentes que van a actuar…
̶  Así es, compañero, en nuestro partido la organización…
Chávez le interrumpió diciéndole:
̶  Nosotros somos un grupo conspirativo compuesto solamente de cinco clases: tres sargentos primeros y dos sargentos segundos. Pero detrás nuestro está el 50% de los clases y el 90% de la tropa, que nos seguirán conscientemente en las órdenes que nosotros les demos…
Intervine expresándole:
̶  Estamos en condiciones de tomar el cuartel, armar a elementos civiles y apoderarnos de la ciudad. Además, la policía no es un obstáculo porque la mayoría de sus componentes son simpatizantes apristas. Le digo esto, porque si usted triunfase en las elecciones  ̶ ese día los escrutinios estaban favoreciendo al APRA ̶  en varios departamentos, los jefes de los regimientos están comprometidos para sublevarse a favor de Sánchez Cerro.
̶  ¿Es cierto eso?  ̶ exclamó Haya.
̶  Tan cierto que nosotros estamos comprometidos  ̶ le contesté.
Y le relatamos con Chávez punto por punto, nuestra entrevista con el sargento Jovino Pita[13]. Le contamos el convencimiento que se llevó el sargento Pita, para quien continuábamos siendo partidarios de Sánchez Cerro, dejándonos las claves telegráfica y telefónica para avisarnos el día de la sublevación.
̶  ¿Y ustedes desde cuándo son apristas?  ̶ nos preguntó.
̶  Desde que se conoció el programa del partido  ̶ le dijo Chávez y yo le relaté las conversaciones sostenidas con el periodista Lapoint durante mi viaje.
̶  Nosotros consideramos  ̶ agregué ̶  que el APRA es el único partido que ofrece una transformación al país y justicia social para todos los peruanos.
̶  ¡Compañeros, esto me alegra mucho! Tenemos que hacer la revolución y para esto debemos trabajar juntos.
Luego Haya de la Torre nos relató una serie de anécdotas de su viaje por Europa. Su gran admiración por la Revolución Mexicana; era por eso que emulando a Pancho Villa, el cuerpo de «compañeros» que cuidaba su seguridad personal lo había denominado «los Dorados».
Como eran las 3 de la madrugada, recordando que nosotros teníamos que levantarnos al toque de diana, se puso de pie diciéndonos que nos iba a avisar la fecha de una nueva reunión y nos pidió que llevásemos a los otros clases para conocerlos, recomendándonos que tomásemos el máximo de precauciones. A Baldwin le dijo que la reunión se realizaría nuevamente en su casa y se despidió saliendo con sus acompañantes. Nos quedamos con el dueño de casa y pocos minutos después salimos cautelosamente.
Al día siguiente nos reunimos todo el grupo en la ciudad para informar de la entrevista que habíamos tenido. Se acordó guardar el mayor secreto y tener el máximo cuidado en todos los pasos que diéramos. Lo más conveniente era nombrar a un representante del grupo que se encargaría de establecer el contacto directo y permanente con Haya de la Torre. Yo designé a Chávez, pero todos ellos votaron por mí.
Pocos días después, Tejada fue comisionado para que fijara fecha y hora de la reunión y según lo acordado fue en el mismo sitio que la anterior.
Haya se presentó acompañado por Lizarzaburu y por el compañero Buenaventura Vargas Machuca. Víctor Raúl nos lo presentó como el jefe de sus «Dorados». Además de Chávez y el que relata, esta vez también acudieron los sargentos Amadeo Varillas y Héctor Loayza. El sargento primero César Vivanco Moscoso se excusó, era reacio a las reuniones.  ̶  A mí, avísenme nada más el día  ̶  era su contestación[14].
Esta vez Haya se mostró más persuasivo. Su meta era la captura del poder para la implantación del Estado aprista. El APRA era una escuela, había que combatir la ignorancia. Seamos propagandistas incansables de la cultura aprista; hay que leer libros constructivos. Nos explicó lo que era el APRA, su formación; nos contó de su viaje a Rusia, de la gran amistad que lo unía con Losovsky. El APRA, nos dijo, es un puente hacia el socialismo.
Al referirnos nosotros al vuelco que había dado el cómputo, pues estaba favoreciendo a Sánchez Cerro, Haya alegó que todavía tenía esperanzas porque faltaba escrutar departamentos donde el electorado aprista era mayoritario. Le preguntamos si contaba con el apoyo de algunos jefes militares, a lo que nos contestó que no tenía conexión con ningún jefe militar en servicio con fines conspirativos. Que en Lima tenía algunos militares en retiro amigos del partido, entre los que se encontraba el coronel César Enrique Pardo, que era un hombre muy probo y de gran valor personal. Nos refirió una anécdota de cuando él era oficial y se batió a sable con un camarada de armas en su dormitorio, que previamente había cerrado con llave, sin padrinos, trasgrediendo el Código de honor del marqués de Cabriñana. También era amigo de los coroneles García Godos y Delgado. Nos dijo que él sabía que el comandante Silva Cáceda, jefe de nuestro regimiento, así como algunos oficiales del mismo, eran simpatizantes del APRA; que era lógico que ellos no hicieran manifestaciones ante la tropa de sus opiniones políticas, porque consideraban a los soldados como autómatas, que tenían que cumplir, sin dudas ni murmuraciones, las órdenes que les impartieran sus superiores. Que había que intensificar la campaña aprista entre la tropa, en forma disimulada. Esto se podía hacer por las noches, dejando en las cuadras donde dormían volantes cuyo texto estaría redactado con palabras comunes, comprensibles para los soldados.
De la conversación surgió que el sargento Loayza sería el encargado de ingresar dicha propaganda junto con el pan que se traía diariamente de la ciudad, a lomo de mulo, a las cinco y media de la mañana.
También nos pusimos de acuerdo sobre los enlaces que se podían utilizar en casos urgentes. Uno de ellos sería el clase correspondencia, quien diariamente tenía que ir a una hora fija a la circunscripción territorial, así como también una frutera que tenía permiso para ingresar al cuartel a vender su mercadería; y los compañeros Vidal y Blest que trabajaban en la circunscripción territorial. Haya le encargó a Lizarzaburu que verificara y organizara las conexiones del caso.
Víctor Raúl era de opinión que en Trujillo no se iniciase ninguna acción sino que se apoyara lo que ocurriese en Lima. Solamente en el caso de que se llevase a efecto el plan fraguado que nos había comunicado el compañero Pita, tomaríamos la iniciativa.
̶  Es necesario que estemos en contacto permanente  ̶ nos dijo ̶  por lo que uno de ustedes tiene que ir cuando menos dos veces a la semana a entrevistarse conmigo en mi domicilio.
̶  Hemos designado al sargento primero Chanduví para este contacto, señor Haya de la Torre  ̶ le dijo el sargento primero Chávez.
Entonces Haya me indicó:
̶  Usted tiene que venir a esta casa, donde lo recogerá un automóvil y lo llevará. No será visto al ingresar, porque el auto penetra al interior. Para mayor seguridad  ̶ le dijo a Baldwin ̶  consíguele un overall para que se ponga sobre el uniforme. Es necesario que el sargento se entreviste con Barreto y se pongan de acuerdo. Que se reúnan lo más pronto.
Luego nos comentó que Barreto era un gran compañero que comandaba a la gente del valle y los tenía organizados. Le decían «Búfalo» porque era muy fuerte e impulsivo. Tenía gran ascendiente entre los trabajadores y lo seguían ciegamente.
Se despidió muy cordialmente diciéndonos:
̶  Ahora compañeros a trabajar con fe  ̶ y dirigiéndose a mí añadió ̶  con usted ya nos veremos, el compañero Baldwin se encargará de todo.
La primera vez que fui al domicilio de Haya, la entrevista se realizó conforme a lo convenido. Me comunicaron que fuera a la casa de Baldwin a las diez de la noche. El gringo me había conseguido un overall bastante holgado que podía ponérmelo sobre el uniforme. Como a las once le avisaron que el automóvil había llegado. Estábamos en un segundo piso, bajamos, yo con overall y sin quepi. Baldwin se acercó al chofer que no había descendido del auto y habló quedamente con él. Me abrió la portezuela posterior y subí. El chofer era un hombre bajo, de tipo costeño. En el trayecto, no dijo ni una sílaba.
Rápidamente llegamos a la casa, en la calle Ayacucho. Era una mansión antigua con un gran portón de madera. El chofer tocó el claxon tres veces. Se abrió una mirilla por la que atisbó una persona. Inmediatamente abrieron todo el portón y el auto ingresó a su interior. Era un amplio zaguán. Mi visita pasaba completamente inadvertida.
Al zaguán desembocaban las puertas de varias habitaciones. Por una de ellas, que se encontraba abierta, vi que en su interior se encontraba Haya. Uno de los compañeros que me había recibido me hizo pasar a dicha habitación, que era un escritorio. Haya estaba sentado en una silla conversando con otra persona a la que reconocí como el jefe de su «guardia dorada», a quien ya me había presentado cuando nos entrevistamos en la casa de Baldwin.
Me saludó efusivamente, lo mismo que Vargas Machuca, jefe de los «dorados», encargado de la guardia personal de Haya, motivo por el cual había abandonado la atención del taller de mecánica y electricidad que tenía en la ciudad.
Me hicieron conocer los dormitorios que usaban los «dorados», uno en la planta baja y otro en un altillo donde pernoctaban unas treinta personas que se turnaban en la guardia de noche. Subimos después al techo de la casa, donde había otros compañeros haciendo su guardia nocturna, correspondiente al segundo cuarto. A la mayoría se le notaba que tenía en la boca su bola de coca. Estuvimos un momento conversando con ellos, lo que aproveché para darles algunas indicaciones elementales respecto al servicio.
Bajamos y estuvimos charlando largo sobre la organización. Vargas Machuca se había retirado para atender asuntos de su servicio. Acordamos que yo lo visitaría dos veces por semana, yendo en la misma forma que lo había hecho esa noche. Me dijo que el chofer era un compañero de entera confianza. Le comuniqué que Baldwin ya había concertado al entrevista que debía tener con Barreto al otro día.
Salí de la casa de la misma forma en la que ingresé, el automóvil no se había movido del zaguán. Dos días después conocí a «Búfalo» Barreto. La entrevista se realizó en la casa de Baldwin; fui acompañado del sargento primero José Chávez. Desde el primer momento, Barreto daba la sensación de ser un hombre decidido, fuerte, vigoroso, denotaba gran suficiencia.
Nos dijo que tenía organizada la gente del valle, que contaba con unos 300 hombres decididos a morir, que había conversado con Víctor Raúl sobre la acción que debía hacerse en Trujillo, que la policía estaba infiltrada en un 80%, que en la Guardia Civil había dos o tres clases comprometidos pero que era una tropa de escasos efectivos. Luego agregó que por el cómputo de las elecciones se veía el fraude que estaban cometiendo contra Víctor Raúl. Cuando le informamos sobre el complot de los militares, que se había fraguado con anterioridad a las elecciones, se puso de pie y exclamó:
̶  Entonces, compañeros, no tenemos por qué esperar. ¿Qué les ha dicho el Jefe?  ̶ preguntó.
̶  Que nos pusiéramos de acuerdo con usted para la toma del cuartel. Nosotros les vamos a facilitar la entrada a los civiles, uno de los nuestros estará de guardia ese día y todos los centinelas estarán comprometidos   ̶ respondimos.
̶  Con la organización que ustedes tienen, nos van a facilitar el ingreso posiblemente sin disparar un tiro y con el armamento que le van a dar a mi gente, el triunfo está descontado y la ciudad será nuestra. ¡Necesito un plano del cuartel!  ̶ se expresó Barreto entusiastamente.
̶  Lo traeremos en la próxima reunión  ̶ le dijimos. Acordamos la hora y el día y quedó convenido que en el caso que yo fuera detenido, el sargento primero Chávez se haría cargo de la organización.
Dos días después fui a la casa de Haya y le informé sobre la primera entrevista que habíamos tenido con «Búfalo» y la magnífica impresión que nos había causado. Me llamó la atención que no preguntara por los pormenores y detalles de la operación ya que como jefe de la revolución, era lo primero que debía interesarle.
La segunda vez que nos reunimos con Barreto, le llevamos un plano completo del cuartel, en el que se indicaba el lugar de las cuadras que ocupaban las tropas de Artillería e Infantería, el almacén donde se guardaba el armamento y hasta los dormitorios que ocupaban los jefes y oficiales con el nombre de sus ocupantes. Estudiamos con él los puntos de más fácil acceso en el caso que el centinela de la puerta del fondo  ̶ por algún motivo imprevisto ̶  no fuera de los nuestros.
Este plan estaba condicionado a que la Artillería estuviese de guardia y que a Chávez o a mí nos tocase servicio de oficial de guardia. Si estas dos condiciones no se cumplían tenía que haber una variación fundamental: nosotros tendríamos que actuar previamente, capturando al oficial de guardia.
«Búfalo» nos dijo que había hablado con Haya, después de nuestra entrevista. Que él era de opinión  ̶ y en eso Haya estaba de acuerdo ̶  que si después de haber triunfado y tomado la ciudad, el movimiento no fuese secundado en otros departamentos y quedásemos aislados, la ciudad no sería defendida; nos internaríamos en la sierra, con Haya a la cabeza y organizaríamos guerrillas. Nos incautaríamos de todo el dinero que se pudiese y en nuestra retirada volaríamos algunos puentes.
̶  Tenemos un plan casi perfecto  ̶ nos dijo «Búfalo» ̶  pero no veo espíritu de decisión en el Jefe. No quiere tomar la iniciativa sino apoyar los levantamientos que según él se están gestando en Chiclayo y Dinamarca.
Acordamos estar en permanente contacto a través del gringo Baldwin y nos citamos para la siguiente semana.
Días después me enteré por el diario La Industria que Barreto había abaleado a José Félix Ríos, militante aprista, conocido con el alias de «Niño Lindo». El atentado se había realizado en la esquina de la calle donde vivía Haya. Esa noche que fui a la casa de Víctor Raúl, me enteré de los antecedentes del caso. Me contaron que hacía tiempo que la mujer de «Búfalo» lo había abandonado para convivir con «Niño Lindo». En esa época la nueva pareja residía en Chiclayo. Barreto se la tenía jurada al ofensor. Como Ríos era un activista de confianza, había sido enviado con una comunicación para Víctor Raúl de parte de Luis Heysen, el líder lambayecano, quien estaba conspirando con militares  ̶ según le hacía creer a Haya ̶  para realizar un movimiento revolucionario en esa zona.
Barreto supo que Ríos había llegado a Trujillo y tenía conocimiento del día que debía ir a la casa de Haya para recabar la contestación que llevaría a Heysen. Esperó a Ríos en la calle y cuando salió, lo alcanzó en la esquina, le increpó su conducta y sacando su revólver le hizo varios disparos. Una bala le impactó en el pecho y cayó. «Búfalo», al creerlo muerto fugó, pero Ríos solamente estaba herido y pudo levantarse. Al ruido de los disparos salieron del domicilio de Haya varios miembros de su guardia, quienes ayudaron a Ríos y se lo llevaron, introduciéndolo en la casa.
«Búfalo» tuvo que esconderse pero manteniendo contacto con el partido. Ese hecho no trajo ninguna consecuencia dentro de nuestros planes[15].
Para la última semana de octubre el escrutinio favorecía a Sánchez Cerro por más de veinte mil votos a nivel nacional.

COMPLOT DE MARINEROS DEL «GRAU» Y CLASES DEL REGIMIENTO DE ARTILLERIA Nº 1

Por esos días llegó el crucero Almirante Grau a Salaverry. En la noche que fui a la casa de Haya, me contó que el día anterior lo habían visitado los componentes de una célula aprista de marineros y maestros del  Grau, que era gente muy decidida y estaban dispuestos a sublevarse.
̶  Los marineros tenían tanto deseo de verme  ̶ me dijo ̶  que algunos han venido en pleno día, sin ningún temor de que los vean. A otros sí los han traído de madrugada. Sería conveniente que ustedes establezcan contacto con ellos. Van a estar varios días en Salaverry.
Llamó a Marcos Berger, que era uno de sus secretarios que permanentemente se encontraba en la casa y que se había hecho muy amigo mío, para que le comunicase al compañero Baldwin que me concertara en su domicilio una entrevista con los marineros.
Dos días más tarde, el sargento Chávez y el autor nos reunimos después de media noche con cuatro de ellos: un maestro[16], un  oficial de mar, un cabo y un marinero. Por lo que nos manifestaban, toda la tripulación era aprista, estaban dispuestos a todo, podían sublevarse y hacerse a la mar, sin necesitar de ningún oficial. Pensé que habían leído la sublevación del acorazado Potemkin y querían emularlo. Les hicimos ver que una acción de protesta de esa naturaleza era muy romántica, pero no iba a impedir que Sánchez Cerro fuera presidente. Al tener conocimiento que nosotros también podíamos tomar nuestro cuartel, armar a civiles y apoderarnos de la ciudad, era obvio que  surgiera la unión de nuestras fuerzas.
Después de estar más de dos horas cambiando ideas, los marineros plantearon la realización de una acción conjunta. El plan acordado fue que ellos tomarían el Grau y Haya de la Torre subiría a bordo, donde la tripulación lo reconocería como Presidente, disparando una salva de 21 cañonazos. Al escuchar los disparos, nosotros deberíamos apoderarnos del cuartel y armar al elemento civil.
Les expresamos que Haya era reacio  a iniciar una acción en Trujillo, pero les ofrecimos que íbamos a proponérselo, esperando que quizás cambie de opinión.
Al día siguiente fui a la casa de Haya en el mismo automóvil que me recogía, después de las once de la noche. Encontré que estaba charlando en la sala con varias personas, eran delegados y secretarios generales provinciales. Esa noche conocí a Manuel Arévalo, estaba como postulante a diputado y era casi segura su elección.
Después que se fueron pasé a otra habitación a conversar con Haya, quien estaba acompañado de Carlos Lizarzaburu, secretario de disciplina. De inmediato me preguntó Víctor Raúl cómo nos había ido en nuestra reunión.
̶  Hemos estado con cuatro de los marinos que vinieron a saludarlo  ̶ le contesté ̶ y por lo que decían, deben ser los que más ascendiente tienen en la tripulación. Según ellos, pueden tomar el Grau y no necesitan de ningún oficial para pilotear el buque.
̶  Creo q no debemos perder esta oportunidad  ̶ proseguí ̶  ya que contamos con esta ayuda valiosísima es la mejor ocasión para sublevarnos y tomar la ciudad. A ellos les es más fácil apoderarse del Grau que a nosotros del cuartel, según nos han expresado. Esta ayuda inesperada no podemos perderla, debemos actuar de inmediato, porque dentro de seis u ocho días, el Grau seguirá viaje al Callao.
Contra su costumbre Haya me había escuchado en silencio. Me respondió:
̶  Lo que usted me dice ya lo he pensado y meditado largamente, pero no me decido a que nosotros tomemos la iniciativa. Hay otras cosas que tengo conocimiento que se están gestando en varios departamentos. Hay compañeros que están trabajando muy bien.
̶  Esta oportunidad  ̶ insistí ̶  no debemos desperdiciarla. Hoy día está de guardia la Artillería, le vuelve a tocar turno pasado mañana y el servicio de oficial de guardia le corresponde al sargento primero Chávez, a quien usted conoce. No comprendo por qué usted tiene miedo en iniciar la sublevación.
̶  ¡Yo no tengo miedo, sargento!  ̶ exclamó, haciendo un ademán con el brazo ̶  ¿Dónde quiere usted que vaya?
̶  Vea usted  ̶ respondí ̶  nunca se nos presentará una oportunidad tan favorable como ésta. La marinería está dispuesta a llevarlo a bordo del Grau. Previamente tomarán el control del buque y cuando usted se halle a bordo dispararán una salva de 21 cañonazos, reconociéndolo como Presidente. Las salvas del Grau será el aviso para que nosotros nos apoderemos del cuartel con la ayuda de la gente de «Búfalo».
Se quedó pensando un momento y poniéndose de pie, me señaló con la mano diciéndome:
̶  ¡De acuerdo, compañero!  ̶ luego dirigiéndose a Lizarzaburu le dijo:
̶  Coordine el plan que se ha trazado y que Baldwin se comunique de inmediato con Barreto, él sabe dónde está escondido. Un jefe que no sabe dominar sus pasiones ¡Abalear a Ríos en estos momentos, en que necesitamos estar con la cabeza fría!
̶  Vamos, compañero, a despertar al gringo  ̶ me dijo Lizarzaburu. Me despedí de Haya.
̶  Mañana ultimaremos los detalles  ̶ me dijo palmeándome la espalda.
Nos subimos al carro que siempre me esperaba. El chofer  ̶ al que ya conocía ̶  se llamaba Artemio Carranza[17], estaba durmiendo sentado al timón. Al despertarse y escuchar nuestras entusiastas voces, le preguntó a Lizarzaburu:
̶  ¿Qué pasa, compañero? ¿Llegó la hora?
Lizarzaburu le palmeó el hombro diciéndole:
̶  Parece que está cercana, Carrancita. Mañana, en las primeras horas del día lleva a cuatro compañeros de entera confianza  ̶ le mencionó algunos nombres ̶  a la casa del compañero Baldwin, pero primero vas con ellos al grifo, para que revisen el aceite y llenen el tanque.
Llegamos a la casa y despertamos a Baldwin. Lizarzaburu lo puso al corriente de lo acordado y le comunicó la orden que Haya le enviaba.
Con el sargento primero Chávez decidimos que Haya debía ir a bordo de dos a tres de la madrugada, lapso en que la tropa está sumida en el sueño más profundo. Había que nombrar 18 hombres de confianza para la guardia y para el servicio del tercer cuarto; los cuatro centinelas y el cabo de guardia tenían que ser compañeros.
A la noche siguiente fui más temprano que de costumbre. Cuando llegué a la casa, Haya se encontraba con sus padres y sus hermanos Cucho y Zoila que vivían con él. Todos me conocían y me trataban con afecto. También convivía con ellos, ayudando a Zoila, Marcela Pinillos, conocida dama de la sociedad trujillana y fanática aprista.
Estábamos en el comedor donde me habían hecho pasar para invitarme un café, escuchando a Víctor Raúl que contaba sobre la época que estuvo en Alemania, mientras que esperábamos a Lizarzaburu.
Cuando éste se presentó pasamos con Haya a conversar al escritorio. Le dio cuenta a Víctor Raúl de todas las disposiciones que se había tomado. «Búfalo» estaría con 200 hombres, esperando en una chacra de mampuesto. Tenía tres casas de compañeros ubicadas en los costados de la parte posterior del cuartel, para ubicar a los enlaces. Era necesario que nosotros los sargentos conociésemos a los dueños, quienes nos estarían esperando después de mediodía. Me dio las direcciones y los nombres.
Haya debía estar en Salaverry después de las doce de la noche para que tomase contacto con los marinos antes que estos se apoderasen del Grau. Baldwin ya había coordinado con el maestro de primera el lugar donde tenían que recogerlos para llevarlos a bordo.
Intervine para decirle, que Haya debía subir a bordo después de la una, explicándole los motivos que teníamos para fijar esa hora. Llamaron a Vargas Machuca el jefe de los «dorados», para que designara a seis hombres que sirvieran de enlace.
̶  ¿Y cuál es el plan de ustedes, compañero, mientras yo estoy a bordo del Grau?  ̶ dijo Haya de la Torre.
̶  Este plan  ̶ le respondí ̶  ya lo hemos estudiado con Barreto las dos veces que hemos estado reunidos. Hoy día Baldwin me va a llevar al sitio donde Barreto está escondido, o lo veré en su casa. Ya sabe, desde temprano, que debe tener la gente lista para mañana, pero necesito recalcarle ciertos detalles. El plan es así: «Búfalo» con unos 200 hombres o más, estará concentrado en las chacras que colindan con la puerta de fondo del cuartel. Como él también tiene que escuchar los cañonazos del Grau, no avanzará hasta que el centinela de la puerta de fondo no le haga tres señales con una linterna. La cuadra donde duerme la tropa de Artillería será tomada fácilmente, ya que el imaginaria[18] es nuestro; el mismo centinela los guiará, aunque Barreto ya tiene un plano bien detallado; aquí se proveerán de algunas armas, de los soldados que no quisieran plegarse y en el almacén, que lo tendremos abierto, encontrarán armas y municiones. El otro grupo que tiene que ingresar por el campo de tenis será guiado por Varillas. Los cuartos de los oficiales serán copados de inmediato, especialmente capturaremos al capitán Canal Guerra. La única resistencia que podemos encontrar, si es que nos falla el factor sorpresa, es tomar la cuadra de la Infantería; previamente, ya le habremos quitado los percutores a sus ametralladoras, que las tienen guardadas en otro sitio. Si ofrecen resistencia nosotros los doblamos en número. Una vez dueños del cuartel, quedará gente de «Búfalo» cuidando a los prisioneros e iremos a tomar la ciudad. Lo primero que ocuparemos será la guardia de seguridad, donde no habrá resistencia, pues tenemos sargentos amigos y la mayoría de la tropa es aprista. Simultáneamente, otro destacamento irá a tomar el cuartel de la Guardia Civil y la Prefectura. Posteriormente ocuparemos otras dependencias públicas y bancos. ¿Quién será el enlace entre nosotros?  ̶ le pregunté.
̶  El compañero Berger  ̶ Haya agregó ̶  ¡Es muy buen compañero!
Dentro de los planes generales de la operación, esperábamos que al conocerse en la República que Haya se había proclamado Presidente en el Grau y que Trujillo estaba en el poder de los revolucionarios, se produciría otras sublevaciones en el resto del país en apoyo nuestro, especialmente en Lima, donde, según había manifestado Haya, unos militares amigos, contrarios a Sánchez Cerro estaban conspirando y él tenía contacto interdiario con uno de ellos.
En el caso que nos quedásemos aislados y fuésemos atrapados por las tropas del Gobierno, no defenderíamos la ciudad; nos internaríamos en la sierra donde iniciaríamos una guerra de guerrillas. A Víctor Raúl le encantaba este plan, ya se veía como Pancho Villa con sus «dorados» en las serranías.
Después de ultimar otros detalles de menor importancia, Haya nos dijo:
̶  ¡Bien, compañeros! La almohada es la mejor consejera, retirémonos temprano.
Al despedirme me abrazó expresando:
̶  Hay que conservar la cabeza fría, compañero.
Salí hacia la casa de Baldwin. Tenía que verme con Barreto, ya estaba esperándome. Se había dejado crecer la barba, me recibió muy contento. Estuvimos conversando como una hora, repasando el plan y ultimando algunos detalles, luego nos despedimos deseándonos suerte.
Al llegar al cuartel, antes de acostarme, desperté a Chávez y lo puse al tanto de todo. Acordamos no informar nada a los centinelas hasta el momento que se hicieran cargo de sus puestos. Me fui a dormir, estaba un poco nervioso. Tuve un sueño intranquilo, no era para menos, tenía 20 años e iba a encabezar una revolución. Por fin escuché el toque de diana, se iniciaba la rutina cuartelaría de un nuevo día.
A las 12, mientras la tropa tomaba su rancho, salimos con Chávez por la puerta del fondo y nos dirigimos a las «bases». Encontramos a los dueños de casa con el enlace que les habían designado, a estos los conocíamos, se apellidaban Llerena e Icochea, cada uno contaba con movilidad. Regresamos al cuartel comentando si la marinería cumpliría con tomar el Grau.
A las 5 de la tarde se relevó la guardia, como oficial estaba el sargento primero Chávez y de sargento de guardia estaba Varillas. Sólo tenían conocimiento de lo que iba a suceder, además de Chávez y yo, los sargentos Varillas, Loayza y el sargento primero Vivanco.
A Vivanco le encomendamos que estuviera al tanto de todos los movimientos de la tropa de Infantería a partir de las 6 de la tarde. Como era clase de veterinaria, los de Infantería no tendrían recelo de conversar y juntarse con él. Loayza tenía que salir cada dos horas a visitar las «bases» por si había alguna novedad.
Chávez con su guardia actuaría en la entrada dl cuartel, donde no había puerta de ingreso, era jardines y solamente había una garita con el centinela. Mi campo de operaciones era la parte posterior del cuartel donde estaban las cuadras de la tropa y la puerta de fondo por donde entraría «Búfalo» Barreto.
Antes de la una de la mañana fuimos con Chávez a la habitación donde la compañía de Infantería guardaba sus ametralladoras. Les sacamos los percutores llevándonos también los de repuesto. Se efectuó el relevo de los centinelas y en la puerta de fondo Varillas puso un soldado de entera confianza y aprista.
La hora cero había comenzado, en ese momento veíamos nosotros la acción dominada. Todo estaba dispuesto, los civiles en espera de nuestra señal, la tropa y la oficialidad durmiendo menos once complotados y dos imaginarias. La nerviosidad de todo el día se había esfumado, nos parecía estar en maniobras.
Calculábamos que Haya debía estar a bordo entre la una y una y media. Cuando se escucharon las campanas del reloj de la Catedral dando las dos de la mañana tuvimos el presentimiento que ya nada sucedería.
Loayza salió a inquirir a la «base». Le advertí que si no había ninguna noticia le comunicaran a «Búfalo» que esperase hasta las cuatro. Después de media hora regresó. Haya no había enviado ninguna comunicación[19].
En nuestro entusiasmo habíamos dado el hecho por seguro y su realización cronométrica. Al dar las campanas las tres hubo que relevar a los centinelas. Pasó el tiempo,  los civiles ya se habían dispersado, tuvimos que colocar los percutores a las ametralladoras y dejar todo en su sitio. ¿Qué habría pasado? Desilusionados no fuimos a descansar.
Esperé con ansia a que terminara el día para salir franco. Cuando llegué a la casa encontré a Haya malhumorado.
̶  ¿Qué pasó? Hemos estado esperando toda la noche  ̶ le pregunté.
̶  Yo también, compañero. Esperé más de una hora, los marineros no concurrieron a la cita. La mayoría de ellos se había embriagado, tomaron licor para darse valor. La fe es lo que da valor a un revolucionario. Hombres sin fe no sirven para nada.
Para mí, Haya estaba exento de toda duda. Los marineros tenían previamente que sublevarse y tomar el barco. ¿Quién desistió? No puede saberlo. Con los marineros ya no me entrevisté y días después zarpó el Grau.
Por precaución dejé unos días de ir a la casa de Haya. Cuando lo hice m encontré con una gran novedad. Buenaventura Vargas Machuca, el jefe de los «dorados», había pasado a segundo plano. Al mando de la guardia personal de Haya estaba un pintoresco personaje que decía ser coronel nicaragüense y se hacía llamar Atahualpa Montezuma.
¿Quién era él? Hacía como dos meses que había aparecido en Trujillo, vistiendo uniforme kaki, pantalón y chaqueta de corte militar con correaje y completaba su atavío con un sombrero de estilo cowboy. Era alto, blanco, de cuerpo atlético, como de unos treinta años de edad. Usaba patillas y una perita que le daba su rostro una fisonomía parecida a la de Búfalo Bill.
Ya los periódicos se habían ocupado de él, habían recibido su visita, solicitando al pueblo de Trujillo apoyo económico para la causa sandinista. Por peroración, transpiraba antiimperialismo por todos sus poros. También había hecho noticia a haber tenido un altercado en un bar con un periodista. Se produjo un conato de pugilato y, sacando su revólver, se refugió detrás del mostrador gritando «¡Apristas a mí!».
Días después se le veía por las calles acompañado por un sujeto que vestía uniforme similar al suyo, al que llamaba su secretario y le había dado el grado de alférez. La curiosidad que despertaba el coronel y su ayudante, era que sus transeúntes reconocían en el alférez al popular «Roberto», una muchacha marimacho que vestía con ropas masculinas y era empleada en un café en la calle Unión. Además era muy conocida entre la gente noctámbula y jaranista de la ciudad, porque cantaba y tocaba la guitarra.
Fue para mí una gran sorpresa encontrar al «coronel», de la noche a la mañana, como jefe de los «dorados» de Haya de la Torre. A los componentes del grupo que eran como cuarenta[20], no les había llamado la atención su incorporación, al contrario, se sentían honrados con su designación, los había militarizado y la casa parecía un cuartel. Su secretario «Roberto» había sido degradado y había vuelto a su antiguo trabajo. Sólo a un pequeño grupo de ellos, que tenía fama de guapo, entre los que se encontraban Vargas Machuca y Cochea, Astudillo, Quiroz, Llerena, el «tuerto» Pajares, «Bujía», el «chino» Tang y otros que no recuerdo, la designación de Atahualpa Montezuma fue como la clavada de una espina que se queda en la piel y siempre fastidia.
Ese mismo día me lo presentó Haya. Estuvo solamente unos minutos con nosotros y se retiró, pretextando que iba a pasar revista a su guardia.
Conversando con Haya al día siguiente le expresé que para mí el «coronel» era un aventurero y un farsante.
̶  Se está burlando de nosotros  ̶ le dije ̶  desde el momento en que se hace llamar con el nombre de un inca y de un rey azteca. Esa extravagancia es sacarle la pólvora a un cartucho y tomársela en el desayuno no es más que una fanfarronada, para despertar la admiración de los compañeros.
Haya me respondió que había charlado largo rato con él y que estaba convencido que había peleado a las órdenes de Sandino y que tenía papeles que confirmaban sus actividades revolucionarias con el grado de coronel.
̶  No sea usted tan desconfiado, compañero  ̶ agregó ̶  para la revolución tenemos que aceptar a todo aquel que quiera colaborar, siempre que nos sea de alguna utilidad.
Me sonreí y le dije que ojalá nos sirva de alguna ayuda[21].
Después del fracaso con la marinería del Grau, pasados unos días, Haya me confió que interdiario tenían comunicación telegráfica con Lima; que se había coordinado de tal forma que tanto en Lima como en Trujillo entraban de servicio nocturno gente del partido. Insistía en su idea, que Trujillo debía apoyar la revolución y no iniciarla.
Para que pudiera ingresar a su casa en cualquier momento, sin necesidad de hacerlo de noche dentro de un automóvil, ordenó a un compañero sastre que me confeccionara ropa de civil. En cinco días me la entregaron.
Me cambiaba de ropa en el cuarto que tenían los compañeros Blest y Vidal en el centro de la ciudad. Un día le pedí a Haya que me consiguiera un revólver, de inmediato me trajeron uno de su guardia personal.
Ahora, como ya iba por algunos minutos, todos los días que estaba franco, tenía mayores oportunidades para charlar con Haya, a quien siempre le gustaba hacerlo pasada la medianoche. Contaba una serie de anécdotas de su estadía en el extranjero. Se sentía un predestinado. Contaba que durante la campaña electoral, dos veces le habían saboteado el avión. En Europa, dos o tres veces había salvado de perecer en accidentes ferroviarios o aéreos por presentimientos que había tenido en último momento.
Un día que estábamos solos y no había más oyentes, me contó de la época en que estuvo en Alemania, de la organización fantástica del Partido Nazi, del fanatismo que despertaba su líder, del chasco que se llevó en su visita a un cabaret en el que había hermosas mujeres, pero que después de estar un tiempo en él, se vino a dar cuenta que todos eran homosexuales, con vestidos femeninos. Me contó que tenía un hijo en Alemania. Esa noche me obsequió su fotografía con una dedicatoria y otra en la que estaba con sus padres y sus hermanos Cucho y Zoila.
Como ya no iba a la casa de Baldwin, uno de los primeros días de noviembre me mandó llamar, citándome para las diez de la noche del día siguiente. Acudí y me encontré con «Búfalo».
̶  Tengo que estar escondido, compañero  ̶ me expresó ̶  pero quería hablar con usted. Me ha mandado a decir el Jefe que se ha establecido coordinación con Lima y que las cosas marchan muy bien. Me dice que esté tranquilo, que ya me avisarán en el momento oportuno y que no salga de la casa donde estoy escondido. Pero quería hablar con usted, ¿qué hay?
̶  Vea, compañero, lo mismo que le han mandado decir a usted es lo que yo sé. Lo cierto es que Víctor Raúl no quiere que nosotros nos sublevemos primero, lo que quiere es secundar.
̶  ¿Secundar? Lo que pasa es que tiene temor de encabezar la revolución. Yo no creo en el cuento de que los marineros se emborracharon. Nunca va a tener la oportunidad de tomar Trujillo como ahora. Si esto demora ustedes van a ser delatados y ya será imposible tomar el cuartel sin una ayuda interior. Con las manos solamente no vamos a hacerlo.
̶  Estamos de acuerdo, compañero  ̶ asentí.
̶  Sánchez Cerro ganará las elecciones  ̶ continuó ̶  ya lo estamos viendo y al día siguiente que tome el poder se va a desatar una persecución que arrasará con todos los cuadros del partido. Por eso tenemos que sublevarnos antes, compañero. Si el Jefe no quiere, tendremos que hacerlo nosotros. Va a ser muy difícil que nos veamos, voy a cambiar de escondite. Si hay algo importante que desee comunicarme, hágalo por intermedio de Vargas Machuca.
̶  Así lo haré, compañero  ̶ y como yo tenía que salir primero, me despedí.
Transcurría noviembre. Iba casi diariamente a la casa de Haya, excepto los días que estaba de servicio, a inquirir sobre la marcha de la conspiración.
El 26 de noviembre el Jurado Nacional de Elecciones promulgó el triunfo de Sánchez Cerro, cuyo cómputo aventajó al de Haya de la Torre por más de 46 mil votos.
Los sanchecerristas convocaron en Trujillo a una reducida manifestación para celebrar el triunfo. «De los 4,600 electores que se habían inscrito en el registro electoral de Trujillo, 4,300 habían votado por el APRA»[22].
Ese día me encontraba en la casa de Haya, serían las siete de la noche, muchas personas entraban y salían cuando llegó de la calle un compañero para avisar que se rumoreaba entre los manifestantes sanchecerristas que iban a atacar la casa. Le comunicaron de inmediato al «coronel» Atahualpa Montezuma, quien salió del salón donde se encontraba para ordenar a los «dorados» que subieran al techo de la parte frontal del edificio, mandando a su vez a la calle a dos compañeros para que se estacionara uno en cada esquina. El «coronel» estaba nervioso, decía que no contaba más que con revólveres, dos carabinas y muy poca munición. Subía y bajaba continuamente. Uno de los vigías llegó para avisar que la manifestación ya se estaba acercando. Subió al techo el «coronel», ya se escuchaba a lo lejos el griterío de los manifestantes. A los pocos minutos bajó completamente nervioso, se quedó parado un instante, los gritos se sentían más fuertes, luego se dirigió al callejón que comunicaba con la cocina. Al ver que no regresaba fui a buscarlo. No estaba en la cocina, pregunté por él y me dijeron que había pasado al corral. Entré, encontrándolo que estaba subiendo por una escalera que había apoyado en la pared que daba a la casa contigua.
̶  ¿A dónde va, coronel? Por allí no va a entrar  ̶ le grité.
Al oírme volteó la cabeza y me reconoció.
̶  Iba a inspeccionar, para que no nos fueran a atacar por la espalda  ̶ me contestó bajándose de la escalera.
̶  Vamos al techo que da a la calle  ̶ le dije.
Salí y él me siguió. Cuando llegamos al patio lo miré, el hombre estaba demudado y temblaba, pero los gritos ya estaban muy lejos. Los manifestantes habían pasado por la esquina y continuaban su recorrido. El «coronel» se sentó en una silla, o mejor dicho se desplomó.
Horas después, cuando ya todo se había tranquilizado, le conté a Haya el episodio protagonizado por el jefe de su guardia.
̶  Quizás sea cierto que él iba a inspeccionar  ̶ comentó.
̶  No puede ser, se estaba fugando. No hay que confiar en él, le pido por favor que el día del movimiento, no tenga ninguna intervención en el plan. Estoy seguro que no ha sido militar ni guerrillero.
̶  No hay cuidado, compañero. La misión de él es cuidar la casa y a toda la familia; mi hombre de confianza es el compañero Vargas Machuca.
En la segunda quincena de noviembre, las noticias que publicaban los diarios de Trujillo, reflejaban el clima de beligerancia que existía en las calles de Lima, entre apristas y sanchecerristas.
El 27 de noviembre, el Jurado Electoral ya había terminado su labor. Sánchez Cerro debía asumir el mando de la Nación el 8 de diciembre. Hechos saltantes de la votación aprista fueron: la de Huamachuco, donde habían inscritos 1,200 electores y Sánchez Cerro sólo obtuvo 3 votos; en Lima, el representante a la Constituyente por el APRA, que alcanzó la mayor votación entre todos sus compañeros elegidos, fue don Manuel Pérez León[23], quien superó al número dos del APRA, el «Cachorro» Manuel Seoane, Pérez León obtuvo 27,123 votos mientras que 26,174 tuvo Seoane.
La víspera de la publicación del triunfo de Sánchez Cerro, La Tribuna en grandes caracteres, informaba que se había realizado un atentado contra el «Cachorro» Manuel Seoane. Cuando salía de la imprenta le habían disparado desde un automóvil, hiriéndolo en una pierna[24].
Esa misma noche, se realizó una actuación en el local del partido, en la que hizo uso de la palabra el compañero Gustavo Neuhaus, quien postulaba a la Constituyente. Su oratoria enardeció a los concurrentes. Al terminar la actuación, salió una manifestación directamente a atacar el local sanchecerrista que estaba ubicado en el Jirón de la Unión, en la calle Mercaderes, vengando con creces el atentado contra Seoane, pues causaron a las huestes de Sánchez Cerro, tres muertos y varios heridos. Tuvo que salir el Regimiento Nº 7 de Infantería a restablecer el orden.


EL FRACASO REVOLUCIONARIO DEL 5 DE DICIEMBRE DE 1931

El 29 de noviembre Haya de la Torre me informó que el movimiento revolucionario estallaría en Lima el 5 de diciembre, porque esa madrugada había tenido comunicación con el jefe del movimiento. En el norte secundarían, además de Trujillo, Chiclayo y Cajamarca. Trujillo no se sublevaría hasta que Lima no le comunicase el éxito de la acción.
Por intermedio de Baldwin, me entrevisté nuevamente con «Búfalo» Barreto, para coordinar la toma del cuartel y la estrategia para apoderarnos de la población. Esta vez ya no esperaríamos las salvas del Grau, la orden debía ser impartida por el mismo Haya de la Torre. El plan era casi idéntico que la vez anterior, pero tenía una variante; si bien esa madrugada también estaba de guardia la Artillería, teníamos que capturar y anular al oficial de guardia, antes de facilitar el ingreso de los civiles. Barreto tenía que estar concentrado con su gente desde las doce de la noche. Haya nos transmitiría la orden, por intermedio de Lizarzaburu o Tejada. El día designado a partir de las doce de la noche, Chávez, Varillas y Loayza se turnarían en la base cerca del cuartel, en espera de la orden.
Minutos después de las doce, «Búfalo» nos mandó a avisar que estaba listo con su gente en las chacras de manpuesto. A diferencia de la vez anterior, teníamos que apoderarnos de las ametralladoras de la Infantería, que iban a ser manejadas por los sargentos Varillas y Loayza.
La tensión de esa noche fue tremenda, estábamos como caballos de carrera en la línea de partida y no se daba la largada. A medida que pasaba el tiempo las probabilidades iban disminuyendo. Cuando escuchamos las tres de la mañana y no llegaba el enlace de Haya, perdimos toda esperanza. Ya me imaginaba cómo estaba «Búfalo». Segunda vez y nada…
A las cuatro me avisaron que los civiles se retiraban. Otra vez a dejar las cosas en orden y retirarnos a dormir. Haya no había enviado ninguna información.
En la mañana, después que la tropa desfiló al campo, le avisé a Chávez que iba a salir para inquirir noticias sobre los acontecimientos. Pedí permiso al oficial de servicio para ir al hospital que quedaba en la ciudad.
Me encaminé al cuarto del cojo Blest para cambiarme de ropa. Por primera vez iba de día a la casa de Haya, exponiéndome a que algún militar me reconociera y me viera entrar. Pero era necesario saber a qué atenernos. Cuando entré, Haya estaba solo, al verlo le dije:
̶  Otra vez nos hemos quedado esperando, ¿qué es lo que ha pasado? ¿Qué noticias ha tenido de Lima?
̶  Ninguna. Debe haber sido un completo fracaso. Hemos averiguado en el telégrafo y todo está normal. La señal entre los complotados para iniciar el movimiento, era un apagón total, pero este tampoco se produjo.
̶  Ya la gente va a perder la confianza en nosotros  ̶ le expresé ̶  la próxima vez no van a acudir.
̶  Pero todo no está perdido, compañero  ̶ me dijo Haya apesadumbrado ̶  Heysen me ha comunicado que tiene comprometida a la policía de Chiclayo y a la guarnición militar acantonada en Lambayeque.
Eran como las doce del día y estábamos los dos solos conversando en la sala, cuando irrumpió uno de los «dorados» para decirle, todo agitado, que había llegado el coronel García Godos y quería hablar con él.
̶  ¿Dónde está?  ̶ preguntó Haya.
̶  Aquí, en el patio, Jefe  ̶ le contestó.
Nos miramos sorprendidos.
̶  Pase a mi cuarto, compañero  ̶ me dijo.
Su dormitorio quedaba en la misma sala. Era un ambiente separado solamente por una gruesa cortina. Pasé a su interior y corrí la cortina. Luego Haya le dijo al compañero que estaba esperando:
̶  Hazlo pasar inmediatamente.
Todo había sucedido en segundos. Sentí el ruido que hacía una puerta al abrirse e ingresó una persona, a quien Haya le dijo:
̶  ¿Cómo está usted, coronel? ¿A qué hora ha llegado?
̶  Bien, don Víctor, acabo de llegar. Del campo de aviación he ido al hotel e inmediatamente he venido a hablar con usted.
̶  ¿Qué ha pasado? He estado toda la noche esperando noticias de la sublevación  ̶ dijo Haya.
̶  Los jefes que se habían comprometido, a última hora se han volteado  ̶ le respondió el coronel ̶  ¡Son unos miserables! He viajado con el coronel Pardo y con el coronel Bustamante; ellos han seguido viaje a Chiclayo, donde Heysen asegura tener la guarnición comprometida. Yo me he quedado para hablar con usted, conocer la situación y ver con qué fuerzas cuenta. Mañana tengo que continuar viaje de inmediato a Chiclayo.
̶  Nosotros estamos en condiciones de sublevarnos en cualquier momento  ̶ le contestó Haya.
̶  Eso es lo que yo le decía al coronel Pardo, que el comandante Silva Cáceda nos iba a apoyar, que era de los nuestros  ̶ comentó García Godos.
̶  No, coronel  ̶ dijo Haya ̶  son los clases del Regimiento que están con nosotros; tenemos una magnífica célula en el Regimiento de Artillería, ningún oficial está comprometido. Casualmente, en este momento, se encuentra aquí, en casa, el sargento primero que es el jefe de la organización. ¿No quisiera usted hablar con él?
Si el coronel hubiera asentido, habría pasado al interior de la casa, por una puerta que daba al comedor, para que no se percatara que había estado escuchando.
—No, don Víctor ―exclamó el coronel— yo no puedo hablar de estas cosas con un sargento, sería quebrantar la disciplina militar, y no es conveniente que los clases se subleven; tienen que tomar presos a sus superiores, y quién sabe los excesos que puedan cometer contra ello. Yo sigo mañana viaje a Chiclayo, - siguió hablando el coronel – tengo la seguridad que si lograse hablar con él comandante Silva personalmente, no se negaría a colaborar con nosotros. ¿No podría usted hacerle llegar una tarjeta mía, citándolo al hotel en que me encuentro?
―Sí, coronel — respondió Haya ― es posible hacerlo de inmediato.
—Entonces no hay tiempo que perder — replicó García Godos.
Pasados unos minutos, oí que el coronel decía:
- Aquí la tiene. Yo no me voy a mover del hotel. Después que hable con Silva volveré a verlo, se despidió.
Mientras escuchaba que los pasos se alejaban, salí del dormitorio.
- ¿Ha escuchado todo? – me dijo Haya - ¿Se le puede mandar esta tarjeta al comandante Silva?
- Puede hacerlo con un soldado de la Circunscripción – le dije – pero podrían averiguar que yo se la he dado, mejor sería que la remitiese con un compañero de la guardia. Que vaya en carro. A esta hora el Comandante debe estar en el comedor de oficiales, si no está, que se la deje al oficial de guardia, y le diga que es urgente. Si algo le preguntan que conteste que es empleado del hotel.
Así se hizo.
Salí a almorzar a la ciudad para regresar nuevamente a la casa de Haya, a fin de saber l resultado de la entrevista. Haciendo tiempo fui, después de almorzar, al hospital para que me hicieran un análisis y tener el comprobante de haber concurrido. Después volví a cambiarme el uniforme y me dirigí a casa de Víctor Raúl. El coronel no había regresado. Esperé, no tenía objeto que regresara a esa hora al cuartel, porque ya era tarde; el coronel no llegaba, me fui al cine. Cuando salí, otra vez volví a la casa, no se tenía noticia del coronel García Godos, pero sí del levantamiento de Cajamarca, que había sido debelado.
Salí para regresar al cuartel, llegué a las once de la noche. Al verme, el centinela llamó al cabo de guardia, éste me dijo que tenía la consigna de avisarme, cuando llegara que me presentase al oficial de guardia.
Me dirigí a la prevención y me presenté. Estaba de servicio el teniente Padilla, de Artillería con tropa de Infantería.
- ¿A qué hora ha salido usted? –me preguntó.
- A las nueve de la mañana, mi teniente, para ir al hospital - le respondí.
- ¿Y por qué no regresó?
- Porque tuve que hacer un asunto particular y se me hizo tarde – le conteste.
- ¿Es usted aprista? – inquirió.
- No, mi teniente. ¿Por qué?
- Hay orden del comandante, para depositarlo en el calabozo en cuanto llegue –me dijo. Luego llamó al sargento de guardia, ordenándole que me encerrase.
Me hacía mil conjeturas en mi encierro, no cabía duda que había sido delatado. No hice ninguna pregunta al sargento de guardia, tenía que esperar hasta el día siguiente a las cinco de la tarde, que entraba de guardia la Artillería.
Al realizarse el relevo, llegó el sargento de guardia al calabozo y me refirió lo sucedido: en al tarde, momentos antes del toque de rancho, el comandante Silva había hecho llamar a todos los sargentos primeros y minutos después ordenaron que la tropa de Artillería formase con sus armas para realizar revista. Una vez que la pasaron, los hicieron desfilar al almacén para que internaran sus carabinas con al munición, las que deberían internarlas nuevamente, cuando terminasen su servicio. No podía tomar ninguna iniciativa; para no descubrir a los demás complotados; tenía que esperar que alguno de ellos se comunicara conmigo. Según lo convenido Chávez eera el que me reemplazaba.
Recapacitando, llegué a la conclusión que mi detención se originaba a raíz de la entrevista que había tenido el comandante Silva con el coronel García Godos.
Hacía dos días que estaba detenido y el comandante Silva no me hacía llevar a su presencia. El sargento de guardia me informó que ene l parte de la prevención, figuraba como depositado hasta nueva orden de superioridad.
El 7 de diciembre los periódicos d Trujillo daban cuenta que el día anterior en Paiján, al guardia civil había disuelto una manifestación aprista, resultando varios muertos y heridos. La G.C. de Casa Grande, al mando del teniente Alberto Villanueva, había realizado una masacre en al plaza del distrito de Paiján, matando a diez personas e hiriendo a ocho. Cinco de los muertos eran sexagenarios y los otros, mayores de cincuenta, que no pudieron correr ante la balacera que hacía la guardia civil, para disolver la manifestación.
Había comenzado una de las etapas más violentas de la historia del Perú, que duraría 16 meses.
El 8 de diciembre tomó el mando de la Nación el comandante Sánchez Cerro en Lima, mientras que en Trujillo Víctor Raúl Haya de la Torre, ante una asamblea de sus partidarios pronunciaba uno de sus discursos más elogiados por los historiadores apristas: «Compañeros, este no es un día triste para nosotros…»
Al día siguiente entró a verme al calabozo el capitán de Infantería Canal guerra, se le veía contento, seguramente porque su compadre ya estaba en el poder. Me increpó, diciéndome:
―No me equivocaba, usted era aprista. Lo han visto ingresar al local del partido, ahora ya se jodió usted, de aquí va a parar al «Frontón».
—No sé de qué pueden acusarme — le respondí ―yo nunca he ido al local de los apristas.
―Ya verá de qué lo van a acusar ―me dijo y se fue.
En realidad, yo nunca había ingresado al local del partido, a pesar que tenía una credencial que me había dado Haya y que decía «El compañero portador de la presente, puede entrar a mi domicilio y a cualquier local del partido». Si esa era la acusación me tenía sin cuidado, tendrían que ponerme en libertad.
El 9 de diciembre hubo otro hecho grave en Chocope, un destacamento de la Guardia Civil de la hacienda casa Grande, al mando del capitán Ezequiel Muñoz y el teniente Alberto Villanueva, incursionaron en ese distrito para clausurar el local del partido aprista, ingresaron violentamente haciendo disparos al aire. El local estaba lleno de gente que se encontraba sesionando; lo despejaron a golpes y los hombres y mujeres que resistieron fueron detenidos.
Alfredo rebaza Acosta relata: [25]
«Algunos de los presentes fueron torturados, con el fin, según se afirma, de arrancarles declaraciones sobre el sitio donde se ocultaban las bombas de mano que habían fabricado. Las mujeres fueron sacadas a culatazos y empellones y conducidas al puesto de Guardia Civil. Aquella noche fueron violadas en el campo, por jefes y soldados las siguientes mujeres: Dolores Orbegozo, Saragoza Vargas, Concepción Vergara y Filomena Sánchez».
Hace cinco días que estaba detenido, entró de servicio de guardia la Artillería; en la noche después de las once en convivencia con el sargento y el cabo de guardia, «tiré contra»[26]. Grande fue al sorpresa de Haya cuando me vio, ya tenía conocimiento de mi detención.
― ¿Cómo ha podido salir usted? ¿Se ha escapado? ―me preguntó.
― Tengo que volver antes de las cinco ―le contesté. Le conté la forma como había salido y podía salir en el futuro. Le relaté todo lo que había acontecido ene l cuartel, en al tarde del día 5 y lo que me sucedió cuando regresé.
― El comandante Silva es un traidor ―me dijo al terminar mi relato.
― El coronel García Godos ha pasado nuevamente de regreso a Lima. En Chiclayo y Piura, todo fracasó. El comandante Eulogio del Castillo no respondió a su compromiso. Cuando supo que usted estaba detenido, me expresó que Silva lo había engañado. No vino a comunicarme el resultado de la entrevista, porque el comandante Silva ofreció apoyarlos y era peligroso que lo vieran venir a casa.
― ¿Pero qué fue lo que le dijo al comandante? ¿Por qué él de inmediato ordenó desarmar la Artillería y me encerraran en el calabozo apenas llegué? ―le pregunté a Haya.
― El coronel me contó que la entrevista llegó al comandante Silva, acompañado de un capitán apellidado Raguz. Que al comienzo, cuando el pidió su cooperación explicándole el plan que teníamos en el norte, se mostró evasivo a tomar una determinación, arguyendo que tenía primero que consultar a sus oficiales, que en el cuartel había una compañía de Infantería, cuyo jefe y su tropa eran adictos a Sánchez Cerro. Además, el dijo que ya no era los tiempos con instrucción, procedentes de la Escuela Militar –expresó Haya.
― Fue entonces que el coronel García Godos ―continuó Haya― con el afán que se decidiera el comandante Silva, le espetó que por su tropa no se preocupara, pues sus clases estaban comprometidos conmigo, y que casualmente, cuando él estuvo aquí, yo el dije que se hallaba en la casa de un sargento primero que había venido a averiguar sobre el golpe que debió producirse anoche.
Según el coronel, el comandante Silva le expresó, que si era cierto lo que le decía, el problema estaba resuelto, que se fuera tranquilo a Chiclayo ya que el movimiento tenía que estallar antes del 8 y que llevara la seguridad que los apoyaría.
― Es por eso que ordené ―continuó― que pintaron en las paredes «¡Silva traidor!»[27]. Ahora estamos a cero, compañero, no podemos hacer nada, estamos desarmados. Fracasó en Lima y en Chiclayo igual. El coronel Pardo está perseguido, García Godos y Bustamante ya están en Lima de regreso. En el sur absolutamente nada. Sólo en Cajamarca el compañero Nazario Chávez con un grupo tomó la Prefectura, pero los militares del Regimiento Nº 11 de Infantería, que estaban comprometidos, los dejaron solos. También ha habido algunos intentos contra las Comisarías de Huacho y Chosica en Lima[28].
― Ahora, compañero, va a ser más difícil que nos veamos, tenemos un índice en Paiján y Chocope, el partido va a ser despiadadamente perseguido ―dijo Haya.
― Yo vendré ― le interrumpí― cuando menos una vez por semana, mi batería entra dos veces de guardia, igual la de Chávez…
― No se exponga usted, compañero, con una vez a la semana basta. Si hay algo importante el avisaré por intermedio del «panadero» ―refiriéndose al sargento Loayza― y ya váyase usted que es tarde, piense ¿qué podemos hacer? Recuerde que la almohada es muy buena consejera.
Dejé de ir una semana, durante ese lapso hable dos veces con el oficial de guardia, solicitando una audiencia al comandante. Mi pedido fue infructuoso. La segunda vez el oficial de guardia era el teniente Ramírez, simpatizante aprista, amigable con las clases. Me dijo que sabía que el comandante Silva había enviado un memorándum al jefe de la segunda región coronel Eloy G. Ureta, pero que ignoraba cuál era la acusación.


EL ÚLTIMO INTENTO EN TRUJILLO

La segunda vez que «tiré contra» y me presenté donde Haya, lo encontré rodeado de varios compañeros, me recibió con gran alegría. Sus contertulios estaban sorprendidos al verme. En el grupo estaban Cucho, Lizarzaburu, Baldwin, Marcos Berger, Vargas Machuca y un nuevo compañero a quien no conocía.
Haya me lo presentó: el compañero doctor Federico Chávez[29], este me estrechó la mano diciéndome:
― Usted es el preso que se escapa cuando quiere.
― No, cuando puedo, compañero ―le respondí.
Esa noche estuvo Haya contando una serie de anécdotas. Poco a poco se fue disgregando el grupo y quedamos Haya, el doctor Chávez y yo.
Les conté cuál era mi situación y mi incertidumbre de lo que pensaban hacer conmigo.
― Dígame, compañero, ¿hay alguna posibilidad de poner un narcótico en la comida de la tropa? ―me preguntó Haya.
La pregunta me tomó por sorpresa, pero me sonreí, porque comprendí de lo que se trataba y la originalidad de la táctica ara llevar a cabo la revolución.
― Creo que se podría. Voy a estudiar el asunto, estoy pensando que yo lo podría hacer ―le contesté.
― ¿Usted? ―me preguntó ansioso Haya.
― Sí, compañero. Yo salgo del calabozo todas las tardes acompañado por un soldado de la guardia, para ir a la enfermería del cuartel, pero más que todo e sun pretexto para estirar las piernas, después de una hora regreso a mi encierro―le contesté con el apelativo usual entre apristas.
― ¿Y podría usted echar el narcótico? ―insistió Haya en su pregunta.
― Eso es lo que tengo que estudiar. Pero tiene que ser un narcótico potente, para que no sea mucha cantidad y pueda llevarlo escondido. Además, tiene que ser inodoro e insípido, y no debe dar ningún color a los alimentos―le respondí.
― Claro, claro, hay que tener en cuenta todos esos requisitos ―intervino el doctor Chávez.
Luego me preguntó sobre el efectivo de la tropa, qué alimentos le daban diariamente, y cuáles eran los de mayor consumo. Después que le indiqué el menú diario, llegó a la conclusión que lo más efectivo sería echar en la sopa de fideos que nos daban todas las tardes.
― Entonces, Federico, ponte a tiempo completo a trabajar en este asunto. Haz todos los experimentos posibles y no te olvides que estamos corriendo contra el reloj. Ya la represión se ha iniciado, lo de Paiján y Chocope está dando un índice de lo cruenta que va a ser la persecución contra el partido ―le dijo Haya.
Desde el día siguiente a la conversación que sostuvimos, comencé a realizar el mismo recorrido que me permitiera echar el narcótico a la paila. Salía del calabozo con capote, acompañado con un soldado de la guardia a las tres de la tarde, para ir a la enfermería a tomar unos remedios, luego pasaba a la cocina que estaba situada al frente. Ingresaba a visitar al cocinero que era mi paisano y me estimaba mucho. Siempre lo encontraba solo, porque a sus ayudantes, a esa hora, les tocaba instrucción civil, hasta las cuatro. Tres días repetí la misma operación sin perder ningún detalle. Ubiqué la paila que contenía la sopa, que siempre ocupaba la misma hornilla.
Salí al cuarto día, como otras veces, a la casa de Víctor Raúl y me encontré con la noticia que el narcótico ya estaba listo. Haya mandó despertar al doctor Chávez que estaba en su domicilio, para que viniera. Llegó portando un frasco de más de un litro, estaba muy contento, había hecho una serie de experimentos, encontrando una combinación perfecta. La cantidad que me daba estaba calculada con una gamela que usaba la tropa y el número de efectivos.
Esa noche se acordó que el plan se llevaría a efecto tres días después, fecha que entraba de oficial de día el sargento primero Chávez y para que «Búfalo» tuviera tiempo de preparar a su gente.
El toque de rancho era a las cinco de la tarde, antes de esa hora ya todo tenía que estar listo: Chávez tenía que mandar a avisar con los enlaces, después que yo echase el narcótico en la paila y nuevamente, cuando este principiase a producir sus efectos en la tropa.
Esa madrugada regresé a mi calabozo portando el frasco con el narcótico. Pasé todo el día pensando en cómo se desarrollarían los acontecimientos. Era un caso único, no hubiese tenido duda en el resultado, si fueran unas cuantas personas las que debían dormirse, ¿pero un regimiento y una compañía a la vez? Esa era la gran pregunta. Y tenían que dormir todos, porque hubiera sido peligroso el prevenir a algunos, a pesar que eran apristas.
A lo mejor, este episodio novelesco tenía mejor resultado que los dos anteriores. Era la tercera vez en menos de tres meses.
No hubo ninguna novedad en la mañana del día señalado, Chávez tenía que esperarme en la enfermería. Salí como de costumbre a la misma hora; debajo del capote ocultaba el frasco con el narcótico. Ya estaba Chávez, me informó que el enlace que teníamos era Marcela Pinillos. Estuve poco tiempo y me dirigí como todos los días a la cocina. Machuca, el cocinero, estaba solo y le pedí que me preparase un churrasco y mientras lo comía, le ordené que fuera a comprarme cigarrillos a la cantina. Apenas salió, levanté la tapa de la paila y vacié el contenido del frasco. A los pocos minutos regresó, yo continuaba comiendo. Terminé y salí. Cerca de la cantina, via a Chávez esperando y le hice una señal de convenida para que mandara a avisar.
Regresé al calabozo, todavía no eran las cuatro de la tarde, había que esperar una hora. Me senté en mi tarima a reflexionar, el primer paso estaba dado, me preguntaba ¿por qué habrían designado a Marcela Pinillos? Ella, más que aprista, era una enamorada platónica de Víctor Raúl. Recordaba un día que estaba con Haya conversando en la sala y Marcela entró a su dormitorio, a medida que pasaba el tiempo y ella no sabía, Haya se iba poniendo nervioso. No pudo contenerse y cortando el hilo de su conversación me dijo molesto: «¡Qué tanto tiene que hacer esa mujer en mi cuarto!». Me llamó la atención que le fastidiase el que una hermosa muchacha le estuviese arreglando el dormitorio, al ver que lo miraba sorprendido, se calmó y siguió conversando.
Ahora había vuelto a recordar ese detalle, era misógino posiblemente, pero me había contado que tenía un hijo y mis recuerdos fueron bruscamente interrumpidos por el toque de la corneta. El tiempo había pasado sin darme cuenta, recién me puse en tensión, metí el revólver en el bolsillo de mi capote y me paré junto a la puerta a esperar.
Pasaban lentamente los minutos, de pronto sentí que abrían la puerta del calabozo y escuché la voz de Chávez que le ordenaba al sargento de guardia que abriera mi aposento y saliera. Al ver la cara de Chávez comprendí que todo había fracasado y que algo grave ocurría.
― Vamos. El capitán Canal guerra quiere verte. En el trayecto me informó que la sopa había resultado muy amarga y que nadie la tomaba, que un sargento de Infantería había ido a reportarse con su oficial y éste fue donde el capitán Canal Guerra. Que habían llegado todos los oficiales y estaban alrededor de la paila, que Canal Guerra decía que allí estaba la mano de los apristas y que le ordenó que me sacase del calabozo y me llevase a su presencia ―me dijo.
Al llegar junto al grupo de los oficiales, me cuadré y saludé. En el trayecto me había serenado completamente.
― Acérquese primero ―me dijo Canal Guerra tomando el cucharón lo llenó de sopa y me lo alcanzó.
― ¡Tome la sopa! ―continuó.
Yo vacilé, al mirar el contenido, la sopa no era de fideos, sino de verduras, entonces Canal Guerra me repitió: «¡Tome usted!». Cogí el cucharón y bebí cuatro tragos. Era de un sabor completamente amargo, casi devuelvo, pero felizmente resistí y le dije: «está un poco amarga». Vi en su mirada, llena de odio, la decepción que sentía, posiblemente creía que la sopa tenía veneno y yo no la iba a tomar.
― Regréselo al calabozo ―le dijo a Chávez y dirigiéndose a los oficiales, les pidió que lo acompañaran donde el comandante Silva.
En el trayecto de regreso al calabozo, conminé a Chávez para que ordenara botar la sopa a la acequia.
― Seguramente van a mandar sacar un poco para hacerla examinar ―le dije.
― Lo primero que tengo que hacer es avisar que todo a fracasado. De mí no tienen ninguna sospecha, pero si la hago botar inmediatamente me estoy vendiendo, mas bien voy a apurar a la gente, para que termine de pasar rancho, así se llevarán pronto las pailas y puedo ordenar que boten la sopa ―me contestó un poco nervioso.
Tenía razón. Cuando entré nuevamente al calabozo, me sentí abatido, ya no había ninguna probabilidad de otro intento. ¿Por qué Haya vino a decidirse por lo más problemático y no lo hizo el día 5? ¿Quién iba a pensar que prepararían caldo de verduras en la mañana y en la tarde, si nunca lo hacían?
Supe después, que mandaron sacar una muestra de la sopa, pero demasiado tarde, ya había sido arrojada a la acequia. Como no le habían dado una orden en especial a Chávez, no sospecharon de él.
Me avisaron que ya no «tirara contra», porque los oficiales de guardia tenían consigna especial de cuidarme y comprometía a los sargentos de guardia. Ahora no tenía más que esperar lo que decidiesen hacer conmigo. Pruebas en contra no tenían ninguna, pero aún sin eso, podían enviarme al «Frontón». Si me ponían en libertad, en los primeros días de marzo se cumplía mi contrato y sería dado de baja, no me iban a aceptar que me reenganchara. Creí que ya se cumplía una etapa de mi vida. Desde que fui detenido, tres veces se había presentado el capitán Canal Guerra a provocarme, yo me hacía el tonto y la víctima de una injusticia. Un día tuvieron que llevarme al hospital de la ciudad con fuerte cólico, a los dos días estuve de regreso.
La víspera de navidad, en la tarde, dieron orden de inamovilidad, era raro, porque era una fecha en que la tropa tenía salida y había suspensión de castigos. A las ocho de la noche se supo que la compañía de Infantería se estaba alistando para ir a la ciudad, llevando ametralladoras y munición completa. Se decía que Haya de la Torre iba a ir al local del partido, que quedaba en la calle Independencia, a recibir la navidad y tomar chocolate. El sargento Loayza salió por la puerta de fondo y con el compañero vivía a espaldas del cuartel, mandó a avisarle que las tropas se preparaban para ir a atacar el local. Haya no concurrió, mandó un mensaje con Lizarzaburu, en el que les enviaba su saludo en esa noche de pascua, rogándole a los compañeros que después de terminada la reunión, se retiraran ordenadamente.
Lo sucedido aquella noche lo relata Rebaza Acosta:[30]
«A las 11 de la noche se presentó el Teniente (GC) Alberto Villanueva ordenando la cesación de los cantos y su evacuación inmediata.
Ante las protestas de los apristas, Villanueva ordenó a sus soldados que los desalojaran a balazos. Dentro del local fueron muertos Alberto Llerena y Félix Rebolledo. Una doméstica que prestaba sus servicios en una casa situada en los altos del local, fue alcanzada por una bala que le quitó al vida. Domingo Navarrete fue herido falleciendo días después; otros heridos fueron: las hermanas maría y Mercedes Alva, Juan Goicochea, Julio Ojeda, Luis Diez Blanco y Ramuldo Silva. Fueron detenidos 90 hombres y 17 mujeres.
Las Universidades populares González Prada también quedaron clausurados».
Días después supe que había llegado a Trujillo el líder aprista Manuel Seoane, enviado por la Célula parlamentaria del PAP para que tomara conocimiento en el mismo lugar del desarrollo de los hechos, a fin de informar y pedir sanción para los culpables en la Asamblea Constituyente.
En los primeros días de enero, Haya salió ocultamente de Trujillo y apareció sorpresivamente en Lima[31].
Nuevamente hablé con el oficial de guardia, reiterándole la audiencia para entrevistarme con el comandante Silva, pero no me fue concedida. Nunca pude hablar con él desde que fui encerrado en el calabozo. El oficial de guardia me contestó, respecto a mi solicitud, que había sido elevado mi caso a la Jefatura de la Primera Región, con sede en Lambayeque.
Era mediados de enero, cuando una mañana el sargento de guardia me sacó del calabozo, por orden del capitán de mi batería para que alistara mis cosas, porque me iban a dar de baja. Efectivamente era verdad, hablé con el capitán Baltuano, quien me expresó que me habían dado de baja por tiempo cumplido y que al día siguiente me embarcaría en el Urubamba, como detenido hasta llegar al Callao, donde quedaría en libertad.
La orden había sido dada por el jefe de la Primera Región, comandante Eloy G. Ureta. Era muy amigo de mi padre. Me salvó de conocer «El Frontón» en ese año y al ordenar que me dieran de baja por tiempo cumplido, no constaba ningún antecedente en mi libreta de licenciamiento. La suerte me acompañó esta vez.
Al día siguiente me sacaron a la hora de diana, para que me preparase a partir. Acompañado por el teniente Quezada llegué a Salaverry, embarcándome en el Urubamba. Me entregó al capitán del barco que se apellidaba Steer[32]. Le dio mi documentación y mi libreta de servicio militar, recomendándole que no podía desembarcar en ningún puerto intermedio, que mi condición era la de detenido, hasta llegar al Callao, donde me serían entregados mis papeles y podía desembarcar libremente.
El gringo me preguntó, cuando se fue el oficial, por qué tenían tanto miedo que desembarcara.
Al contestarle que me acusaban de aprista, se rió y me dijo que durante la travesía estaba en completa libertad.
Llegué al Callao un día sábado, el capitán Steer me entregó mis papeles y desembarqué. Mi familia vivía en Lima, fue una gran sorpresa para todos mi llegada y saber que me habían dado de baja. Por supuesto que no les conté nada a mis padres del verdadero motivo.
Al día siguiente que era domingo, salí a pasearme por el centro, encaminé mis pasos hacia la Plaza San Martín y tuve la grata sorpresa de encontrar en los portales a Manuel Arévalo, tomando helados.
Se alegró bastante de encontrar a un conocido que llegaba de Trujillo. Le conté toda mi odisea desde la última vez que nos vimos en la casa de Haya, después del fracaso del narcótico. Ese día le presté el revólver que me habían dado, porque al día siguiente, él viajaba a Lima.
Me dio la dirección donde se encontraba Haya y me recomendó que fuera a verlo lo más pronto. Nos despedimos. Fue la última vez que lo vi.
Ese mismo día a las seis de la tarde me dirigí a la dirección que me había indicado Arévalo. Era un edificio ubicado en la Colmena, en al esquina de la última cuadra, antes de llegar a la plaza Bolognesi.
Me acerque a la puerta que estaba cerrada, pero tenía las ventanillas abiertas. Estaba haciendo guardia Buenaventura Vargas Machuca, quien nuevamente ejercía su antiguo puesto, ante la deserción del coronel nicaragüense Atahualpa Montezuma.
Inmediatamente me reconoció y me hizo pasar, después de charlar unos minutos me dijo:
― El Jefe está solo en su cuarto, pasa nomás ―y me señaló la habitación.
Quedaba al final de un patio, me dirigí hacia allá y al llegar a la puerta lo vi. Estaba de espaldas, de pie junto a una mesa, al sentir mis pasos se dio vuelta y grande fue su sorpresa al verme. Me abrazó, a la vez que me decía ―pintándose el asombro en su cara― «¡Casualmente estaba haciendo este paquete con unos fideos con narcótico! ¡Me los ha preparado un químico alemán amigo mío y los iba a mandar a Trujillo, a ver si se podía intentar nuevamente la toma del cuartel!».
Me contó, cómo había viajado de Trujillo a lima. La serie de grupos conspirativos que estaban actuando y a los que había que prestar apoyo a fin de derrocar al tirano. Todavía no se habría aprobado la Ley de emergencia presentada en el Congreso y, como se esperaba, la represión había comenzado furiosamente. Estuvimos conversando sobre la organización de los clases en el Regimiento Nº 1 de Artillería. En esos días debían salir de baja Loayza y Varillas por tiempo cumplido, felizmente quedaba el sargento primero José Chávez Orozco, de quien nadie sospechaba sobre sus ideas apristas y estaba en contacto con el comité y por ende con «Búfalo» Barreto. Me dijo, que era necesario que de inmediato trabajara con la gente de defensa del partido.
Esa noche conocí a Luis Heysen. Quedé en regresar al día siguiente, para que me conectaran con compañeros que trabajaban en defensa. Al día siguiente me presentaron al compañero Armando Vélez Vega, excelente hombre, sectario hasta el sacrificio.
Días después me avisaron que Haya ya no estaba en el domicilio de la calle la Colmena. La persecución arreciaba y había orden de prisión contra él. El 1 de febrero de 1932 fueron detenido varios representantes apristas y poco tiempo después deportados a panamá. Eran 22 apristas y el descentralista Víctor L. Colina, les aplicaban la ley de Emergencia. El único que pudo ocultarse fue Heysen.
Al pasar el partido a la ilegalidad, perseguido Haya de la Torre, cerrados los locales partidarios, el PAP se organiza para la lucha clandestina. En cada sector hay una «base» para recibir directivas. Mi contacto directo era Vélez Vega, de profesión mecánico, quien tenía un taller en la calle Washington, a su vez él estaba conectado con Heysen y Velásquez Díaz, que eran los compañeros que dirigían la lucha clandestina. Varios militares estaban conspirando y el aprtido estaba al tanto, para prestarle su apoyo a quien fuera.


ATENTADO DE MIRAFLORES

El domingo 6 de marzo de 1932, a las doce de la noche, se esparció la noticia por todo Lima, que habían asesinado a Sánchez Cerro. El atentado se había realizado en la iglesia de Miraflores, donde iba «el Mocho» todos los domingos a escuchar misa de 12. La gente se arremolinaba junto a las pizarras que ponían los periódicos para enterarse de la noticia. Así se supo que Sánchez Cerro estaba solamente herido.
El autor del hecho era un menor de edad llamado José Arnaldo Melgar Márquez. Lo había esperado dentro del templo y le había disparado casi cuerpo a cuerpo. Sánchez Cerro había caído al suelo herido, igualmente el jefe de su casa militar coronel Antonio Rodríguez[33].
Melgar había tratado e huir, pero fue alcanzado en los jardines exteriores de la iglesia, siendo herido en la cabeza y en un brazo, cuando intentaba subir la verja por el edecán del Presidente, el mayor (EP) Luis Solari Hurtado, quien había salido en su persecución.
La represión implacable, el abuso de la «soplonería» ―brigada política compuesta por ex presidarios y maleantes― había obligado al pueblo aprista a defender su libertad a balazos. Ese clima fue generando el atentado, pero faltaba el «Hombre». José Melgar recogió ese clamor del pueblo, sabía que arriesgaba su vida, pero había que eliminar al tirano y demostrar que sí había un Hombre.
Quién era el autor y cómo se generaron los hechos:
A raíz de la revolución de agosto de 1930, que derrocó al Gobierno de Leguía, José Melgar se siente sacudido por este acontecimiento que, como todos los adolescentes de aquella época, nos impulsó a actuar en la vida política del país. Concurre a las grandes manifestaciones populares que celebran la caída del tirano. En una de ellas, que fue convocada por la Universidad San Marcos, se encuentra con los jóvenes Miró Quesada Laos, uniéndose a ellos para celebrar el triunfo. Los Miró Quesada lo conocían desde niño y lo llamaban «Melgarcito», porque el padre de Pepe hasta el día de su muerte había sido administrador de El Comercio. Iban a la cabeza de la manifestación que terminó una vez que la turba, rompió las puertas de la casa de Leguía y Sebastían Lorente, saqueándolas. Pepe Había reanudado una vieja amistad, distanciado con al muerte de su padre. Al despedirse, lo invitaron para ir al campo de aviación, a recibir a Sánchez Cerro cuando llegara a lima.
Ese día cuando aterrizó el avión, fue bajado en hombros por los Miro Quezada y Pepe Melgar, este no podía saber lo que le deparaba el destino. Tiempo después, a ese mismo hombre, a quien había bajado en hombros del avión, tendría que abalearlo, jugándose la vida, a fin de salvar al partido que insurgía en la política peruana.
Manolo lo recibe cariñosamente, lo adoctrina para que ingrese al PAP y le pide que lo acompañe a las actuaciones que se realizan en el partido. Lo lleva a todas partes, hasta las sesiones del comité ejecutivo. Pepe encuentra dentro del PAP una fraternidad y una democracia que nunca había conocido. Con sus 18 años, al lado de manolo, él también se siente un pequeño líder, trata de superarse, pero a su vez se iba fanatizando.
Al poco tiempo se inicia la violencia entre el APRA y las huestes de Sánchez Cerro, la «Unión Revolucionaria». Un día los sanchecerristas atacan el local del partido aprista,c on el saldo de una prista muerto y varios heridos. Días después La Tribuna publica en primera plana la noticia de un «atentado» contra Manuel Seoane[34].
Esa noche los apristas atacan el local de la «Unión Revolucionaria» que estaba resguardado por una banda de matones y delincuentes a órdenes de Sebastián Bastos[35]. Tomaron el local causándole a los «urristas» varios muertos y heridos.
Después de estos sucesos, campeó la violencia y a los apristas no les volvieron a decir «calzón con blonda».
Frente a los matones y ex presidiarios que tenía en sus filas el sanchecerrismo, surgió una juventud impertérrida que los combatió sin amilanarse, la mayoría eran estudiantes y empleados, que luchaban con al fuerza incontenible que de la fe en una doctrina. Entre estos muchachos destacaban por su arrojo José Melgar Márquez y Bernardo García Oquendo[36].
El 5 de diciembre de 1931 debió estallar en Lima, en connivencia con el partido aprista, un movimiento militar encabezado por los coroneles ―en situación de retiro― César Enrique Pardo y Aurelio García Godos, el que sería secundado por otros levantamientos en la República. A Pedro Muñiz se le designó la dirección del movimiento en Cerro de Pasco, por lo que viajó a ese lugar acompañado de José Melgar. La policía se sublevó pero las fuerzas del Ejército que estaban comprometidas no lo hicieron. Ante el fracaso los sublevados se rindieron, siendo apresados Muñiz y Melgar, a éste lo despojaron de su revólver Smith Wesson calibre 38, que había sido de su padre y lo había usado ene l lapso de la campaña electoral.
Cuando se reúne la Constituyente, se da una ley de amnistía. Pepe melgar se encuentra de nuevo en libertad y con sus 18 abriles se siente orgulloso de ser el héroe juvenil del momento dentro del partido: ha sufrido prisión y se ha jugado la vida.
Como lo sucedido siempre en los largos años de lucha del PAP, después de un fracaso, la masa se atemoriza y se ahuyenta. Algunas veces en al calle, Pepe es abordado por compañeros que a la escapada se le acercan para inquirir por la situación del partido y qué esperanzas hay todavía. El que personas mayores acudan a él, lo hace sentir importante y halaga su vanidad, muchos compañeros que él no conocer lo saludan con admiración.
El Congreso ya había promulgado la Ley de Emergencia, habían sido deportados los representantes apristas, la persecución arreciaba cada día más. En el ánimo de Melgar se va incubando la idea de hacer algo grande por el partido, a fin de sacarlo de la clandestinidad. Los comentarios a «sotto voce» que escucha a los compañeros en sus paseos diarios por el Jirón de la Unión, lo llevan a la conclusión que, para que el partido vuelva a la libertad, hay que eliminar al «Mocho». Esta idea se convierte en él en una obsesión.
Se sabe por los diarios, que todos los domingos va Sánchez Cerro a escuchar misa de 12 a la iglesia de Miraflores. Sin comunicar su idea a nadie, va ese domingo a la misa que concurre el Presidente. Observa el desplazamiento de Sánchez Cerro y su escolta al entrar a la iglesia. No hay una protección especial que lo acompañe a su ingreso. Se da cuenta que cualquier acción sorpresiva es fácil de realizarla si es que hay un hombre decidido a ejecutarla. No tendría más que dispararle a uno o dos metros de distancia y luego correr hacia la puerta que está a lado del altar, saltar la reja del jardín y refundirse por las calles de Miraflores.
Poseedor de ese secreto ―la facilidad con al que podía cometer el atentado― se siente importante por su estrategia en elaborar el plan. Ahora había que buscar al Hombre que tuviera el valor de hacerlo.
Un día confiesa su secreto y la seguridad del éxito con Juan Seoane ―Juez Letrado de Paz del distrito del Rímac― hermano de Manuel «el Cachorro», para que busque entre los compañeros uno que tenga el valor de realizar el atentado. Juan, que era otro fanático aprista, militante, asume la responsabilidad de encontrarlo. Pocos días después, le comunica a Pepe su fracaso: no hay ningún compañero de confianza, que tenga el valor de hacerlo. Ante esta noticia decepcionante, Pepe exaltado el dice: «Parece mentira que no haya un hombre capaz de realizarlo, siendo tan sencillo». A lo que, insinuándole, le responde Juan: «Tú lo ves tan fácil porque eres un valiente». Halagado en su vanidad, Pepe lamentándose, expresa: «¡Lástima que me quitaron mi arma!». Desde ese día ya no tiene temor en comentar sobre el atentado con el pequeño grupo de compañeros, con el que se reúne diariamente por las tardes, en la librería «Rosay» del Jirón de la Unión. El concepto que le tiene Juan debe ser compartido, entre sus más íntimos, está el poeta Serafín del Mar, esposo de Magda Portal. Polariza la atención del grupo, exponiendo su plan y termina relatándoles la acción en que cayó preso, perdiendo su revólver, como una disculpa de no poder hacerlo.
En otra oportunidad en que repetía su historia, Serafín del Mar lo había interrumpido diciéndole «¡Si lo tuvieras… Esas son cosas de hombres!».
Un sábado, estando con el grupo en la librería, asó por la acera un hombre alto de tipo acholado, que tenía el rostro picado por la viruela[37], el que se detiene y saluda a Juan Seoane, éste, haciendo un aparte, llama a Pepe y le presenta al desconocido, diciéndole:
― Es uno de «los Dorados» de Víctor Raúl ― enfrascándose luego en una conversación sobre la situación política.
El «Dorado» se lamenta de que no haya un hombre que ponga fin a la tiranía, matando a Sánchez Cerro. Pepe lo escucha y le cuenta cuando cayó preso en el Centro y le quitaron su revólver, el compañero lo interrumpe diciéndole: «Por arma no lo haga, compañero, aquí tiene la mía», y sacando una pistola automática se la entrega, e inmediatamente se despide deseándole éxito y expresándole que se va muy emocionado al haber conocido a un héroe que salvará al partido.
Melgar, que se había guardado la pistola, sin hacer ningún comentario, toma del brazo a Juan y salen caminando a la calle, al llegar a la esquina se despiden. Al retirarse Seoane le dice: «Mañana yo voy a estar en Chorrillos, en el Club Regatas». Cuando Pepe se queda solo, siente el peso del arma en su bolsillo. Recién se da cuenta que se encuentra atrapado en un callejón sin salida, que lo que él ha estado diciendo por darse importancia, ahora es una realidad y ya no puede retroceder, lo tildarían de cobarde y se reirían en su cara de él. No tiene más que seguir adelante y cumplir con su palabra jugándose la vida.
Ese domingo José Melgar llega a la iglesia a las once de la mañana, se sienta al lado izquierdo de la nave, en el extremo de una banca por donde pasará el Presidente. Está nervioso. Saca disimuladamente la pistola de su bolsillo, le quita el seguro y la oculta bajo el sombrero que tiene sobre sus piernas, quedándose en tensión. No recuerda qué tiempo ha transcurrido, cuando escucha la marcha de Banderas, no voltea a mirar, siente los pasos que poco a poco se van acercando por el pasillo, mira y ve que por delante ingresa el general Rodríguez y detrás de él, Sánchez Cerro. Deja pasar al general y levantándose prontamente le dispara varias veces, lo ve caer y cree que lo ha matado. En el suelo también está el general Rodríguez. El edecán mayor Solari se había quedado paralizado, todo ha sucedido en segundos. El resto de la comitiva y los «soplones» han huido en desbandada. Sánchez Cerro tirado en el suele parece muerto.
Pone en ejecución el plan de escape que había planeado y corre hacia la puerta lateral. Al pasar saltando por las bancas, pisa algunas mujeres que lanzan alaridos de terror. Sale hacia el jardín, corriendo pegado a la pared. Cuando trata de saltar la verja siente unos disparos y de pronto se encuentra que está ciego y tirado en el suelo. No puede comprender qué es lo que el pasa, a lo lejos oye ―reconociendo― la voz de su primo Jesús que grita desesperado: «¿Qué pasa? ¿Qué pasa, Pepito?».
Siente que lo levantan en vilo y lo introducen a un carro. No recuerda más, hasta cuando siente que lo están cursando; se despeja un poco, ya no está ciego, ve algo. Le dicen que está en la asistencia pública, el médico que lo atiende lo conocía y le pregunta: «¿Qué pasó, Melgarcito?».
Él no le responde. Le están curando la herida en al cabeza, que es la que le causó la conmoción, al bala había resbalado y no penetró en el cráneo, además tenía dos heridas en el omóplato[38]. El médico le preguntó si estaba herido en otra parte.
―En los testículos ―le respondió Pepe.
― Esta si puede ser grave ―le dice el médico, pero cuando desabotona el pantalón y o examina, suelta una carcajada― ésta no es grave ―exclama― te has orinado. Esto sucede cuando se pierde todo control ―comentó.
Mientras tanto, Sánchez Cerro había sido llevado a la Clínica Delgado, gravemente herido en un pulmón, al bala le había atravesado el tórax, comprometiéndole la pleura y el vértice del pulmón izquierdo. Además del coronel Rodríguez, resultaron heridas las señoritas Augusta Miró Quesada y Felicita M. Sánchez Cerro.
La madre de Pepe se enteró casi inmediatamente de producido el atentado. Al saber que su hijo está herido quiere verlo, es una leona en busca de su cachorro. Con el cariño de madre reduce a la mitad los 18 años de edad que tiene Pepe, es su hijo preferido, al que adora. Hace uso de todas sus influencias para que la dejen verlo y estar a su lado, para poder hablarle, paparlo, acariciarlo.
Como una madre no hay nada imposible, consigue su propósito. Comprende la gravedad del hecho cometido por su hijo y teme que lo torturen para que declare quiénes son sus cómplices. Entre lágrimas y besos lo presiona diciéndole:
― Hijito, tú sabes lo que te quieren hacer, yo me volveré loca de dolor si te torturan, dícelo a tu madre: ¿Quiénes son los que te han inducido?
Pepe, ante la voz implorante de su madre, con el shock emocional del atentado, semi inconsciente, por las inyecciones que le habían colocado, balbucea:
― Juanito sabe…
Ramírez Núñez, el jefe de investigaciones ―amigo de la familia― que había levado a la madre junto a su hijo y que se encontraba presente, sonríe satisfecho de su habilidad y sale presurosamente a cumplir con su obligación.
Son detenidos Juan Seoane Corrales, el poeta Reynaldo Bolaños ―«Serafín Delmar»―, Bernardo García Oquendo, José Carlos Olcese y Carlos Craft Sanson. Todos ellos amigos de Seoane y Melgar.
Juan Seoane tenía una buena coartada. Como juez, poseía licencia para portar armas, tenía un revólver calibre 38, que el día del atentado lo había dejado en su casa, pero la lealtad de su mayordomo la destruyó, pues al enterarse que había sido detenido y sabiendo que su patrón era aprista, sacó el revólver de la casa y lo desapareció.
La pistola que utilizó Pepe, no fue encontrada por la policía, Melgar nunca supo si la perdió en la carrera o cuando escalaba la verja.
En el primer interrogatorio, Seoane niega haberle entregado el arma a Melgar. Serafín Delmar se va involucrado como testigo presencial de las jactancias de Melgar. Los «compañeros» confiaban en que la justicia respetaría el ordenamiento procesal y que tendrían en cuenta su prestigio como intelectual y sus antecedentes como una persona ponderada, pacífica y tímida, a fin de que le dieran credibilidad a su manifestación, para que el partido quedara libre de toda culpa.
Después, Seoane al saber que no habiéndose desprendido nada de su declaración, la policía está haciendo averiguaciones y molestando a personas que no tienen nada que ver con el esdolo, hace llamar al jefe de investigaciones para decirle que el arma era de él, una pistola automática de nueve tiros.
Con esta declaración la amenaza de tortura desapareció y les tomaron las instructivas.
En las audiencias en la Corte Marcial, melgar y Seoane se portaron con entereza, exculpando al partido y a su Jefe que estaba perseguido.
Fueron condenados José Melgar y Juan Seoane a la pena de muerte y Serafín Delmar a veinte años de Penitenciaría. Los demás acusados fueron absueltos y puestos en libertad, junto con Oscar Bolaños ―«Julián Petrovich»― hermano de Serafín que también había sido detenido.
Los dos condenados a muerte estuvieron setenta días en capilla, siéndoles conmutada la pena por intermediario no menor de 25 años.
La sentencia fue expedida el 14 de marzo de 1932, dos días después el Congreso Constituyente ascendió al presidente Sánchez Cerro al grado de coronel.


SUBLEVACIÓN DE LA MARINA

El 6 de mayo de 1932 fue capturado Haya de la Torre, esa madrugada, Damián Mústiga, jefe de la Brigada Política, al mando de su jauría de soplones, allanó el domicilio de don Carlos Plengue, sitio en el distrito de Miraflores, que colindaba con la Embajada de México. Hacía más de dos meses que Haya se encontraba refugiado en la casa de su amigo, manteniendo por intermedio de él contacto con el partido. Haya se había dejado crecer la barba, pero a pesar de eso fue reconocido por el jardinero de la finca donde estaba, quien sospechando algo raro en el enclaustramiento del huésped, había fijado, quien sospechando algo raro en el enclaustramiento del huésped, había fijado su atención en él; siendo acérrimo sanchecerrista, no titubeó en delatarlo. Al ser sorprendido Haya de la Torre, no pudo pasar a refugiarse a la Embajada de México ―como lo tenía planeado― porque a casa estaba rodeada por soplones.
Al día siguiente de haber sido capturado Víctor Raúl, se sublevó la Marina, tomando como pretexto su detención.
El aprendiz naval Artemio Collazos, cabecilla de la sublevación tenía un radio de acción limitado Los sublevados después de tomar bajo su control los cruceros Grau y Bolognesi, intentaron capturar a los submarinos R-2 y R-4, fracasando en su intento.
Como no todo personal estaba con el movimiento, un marinero apellidado Casapía se había lanzado al mar y a nado llegó a la Capitanía, poniendo en conocimiento de las autoridades la sublevación producida en los buques.
Las fuerzas del gobierno, por aire, mar y tierra intimidaron a los sublevados, quienes se rindieron, sin poner ninguna resistencia, ni disparar un solo tiro.
No hay duda que la detención de Haya de la Torre fue el detonante que aprovecharon los conspiradores para incitar a la Marina a rebelarse, dejándolos en la estacada.
Una corte marcial presidida por el comandante Alfredo Bazo y teniendo como fiscal al teniente Hilarión García Seminario, cumpliendo consigna, condenó a ser fusilados a ocho de los marineros, cifra que había sido rebajada de una lista en la que se nominaba a más de veinte para ser fusilados. Si bien se había salvado al mayoría cuando ya estaban señalados los ocho marineros condenados a muerte, se registró un acto de la mayor crueldad: faltando poco tiempo para el fusilamiento, le conmutaron la pena a uno de ellos, Pedro Bustamante y pusieron en su lugar a un aprendiz naval, menor de edad, ―18 años― se llamaba Telmo Arrué Burga.
El 11 de mayo de 1932 fueron ejecutados en la isla de San Lorenzo, por un pelotón de fusilamiento de la Guardia Republicana, el segundo jefe del levantamiento Eleuterio Medrano, Telmo Arrué Burga de 18 años, Rogelio Dejo Delgado de 21 años, Pedro Gamarra Gutíerrez de 21 años, Fredemundo Hoyos de 21 años, Arnulfo Ojeda Navarro de 22 años, Gregorio Pozo Chunga de 22 años y José Vidal Monserrat de 27 años.
El ministro de gobierno Luis A. Flores estuvo presente durante los fusilamientos. Los ocho sentenciados dieron cara a la muerte con toda valentía[39].
Luis A. Flores ―fascista por convicción y por temperamento, como é se titulaba― quiso sentar un precedente. El odiado «camiseto» tuvo que leer al día siguiente los volantes que circulaban,en el cuarteto que decía:
«Ocho estrellas rojas guiarán tu destino,
ocho estrellas rojas te perseguirán,
ocho gritos juntos: ¡muera el asesino!
en tu oído, siempre repercutirán».
Además de los ocho condenados a muerte y fusilados, fueron sentenciados a 19 años de penitenciaría, catorce maestros y oficiales de mar, y a 10 años, 8 más.
De esta sublevación no tuvimos ningún conocimiento antelado de los compañeros, que en esa época trabajábamos en defensa. No hay duda que la detención de Haya, por el efecto psicológico que causó, sirvió de pretexto a uno de los grupos conspirativos para lanzar a la Marina la revolución.
En el tiempo que estuve confinado en «el Frontón», junto con los sentenciados de la Marina, puede obtener algunos testimonios, casi todos fragmentados. Eso sí todos coincidían en que la orden llegó a nombre del partido.
El testimonio más completo me lo dio Eduardo Huapaya Pinedo. Es el siguiente:
«En el crucero de verano que hicimos ese año, cuando desembarcamos en Panamá, varios de nosotros fuimos a visitar a los representantes apristas que estaban desterrados. En nuestras conversaciones con ellos, se dejaba entrever la esperanza que tenían, que se realizara una sublevación en varios departamentos del Perú, con la intervención de la Marina».
«Cuando regresamos al Callao, se inició la captación del personal, labor dirigida por el maestro sastre Pedro Bustamante, aprista que estaba en contacto con el partido. Circulaba subterráneamente un memorándum con cinco puntos básicos para incentivar al personal ―que había sido redactado por el compañero César Pardo Acosta en Panamá― y recuerdo que lo esencial de cada uno de los puntos era:
·         Mejor trata al personal subalterno que había desmejorado mucho desde que subió al poder Sánchez Cerro.
·         Reglamentación de los ascensos.
·         Mejor calidad de la alimentación.
·         Que la duración de los cruceros de verano fuera la que se acostumbraba antes de la implantación de nuevo gobierno.
·         El cambio del gobierno militar por otro civil».
«Yo era aprendiz naval del Bolognesi, simpatizaba con el partido, pero me gustaba más el comunismo. A la dotación del mismo barco pertenecía el aprendiz naval Artemio Collazos quien fue el verdadero motor del movimiento y su primer jefe; Eleuterio Medrano era su segundo. La noche que me fueron a comprometer, em dijeron que uno de los puntos de nuestro reclamo era la libertad de Haya de la Torre, que la orden venía del partido y que íbamos a ser agravados por otras fuerzas del Ejército y la Policía».
«Al comienzo, todos los buques y los submarinos estaban sublevados, es entonces que Collazos, el jefe del levantamiento, se fue con un grupo armado a tomar la capitanía, donde también había gente comprometida, al llegar fueron recibidos a balazos. Hasta ese momento nadie sabía que el marinero Casapía del Grau se había tirado al agua y había avisado a las autoridades. Al entablarse un pequeño tiroteo, Collazos con su gente se retiró, ya que eran un puñado de hombres en comparación de los que les hacían frente. Collazos, comprendió que estaban perdidos, que habían sido traicionados y se fugó, no regresó al barco».
«Al tener conocimiento de los hechos, Eleuterio Medrano asumió el mando. Sobre su captura, no fue, como dicen, en el submarino R-4, sino cuando fue a instar para que se plegara un pequeño barco, el caza-torpedero Rodríguez».
«Nos dijeron que nuestra misión era, dentro del plan general, posesionarnos del Callao con las fuerzas del Ejército y la Policía. Al quedarnos solos, no nos quedaba más que rendirnos, quizá, si porque los aprendices navales teníamos más instrucción, es que la corte marcial se ensañó con nosotros; Telmo Arrué no tuvo una acción destacada en el movimiento y lo fusilaron en lugar de Bustamante; a mí, cuya única participación fue tener a mi cargo el pañol de municiones, me condenaron a quince años. De los ocho marineros fusilados, cuatro eran aprendices navales[40]».
El fracaso del levantamiento de la Armada, con su trágico final y la prisión de Haya de la Torre, aumentó la pugna entre el APRA y la Unión Revolucionaria, la persecución arreció. La Brigada Política al mando de Damián Mústiga ―a los que el pueblo denominaba «soplones»― allanaban domicilios sin ninguna autorización, detenían a los ciudadanos por el sólpo hecho de encontrarles volantes que atacaban al Gobierno, los que habían sido recogidos en la calle y torturaban a los presos impunemente.
El partido conspiraba y apoyaba a cualquier militar que intentase derrocar a Sánchez Cerro.
Cada día la temperatura política iba en aumento, la Universidad de San Marcos fue clausurada al día siguiente que se sublevó la Armada.
Días después hubo un incidente en la Asamblea Legislativa, el capitán Ernesto Merino ―representante por Piura― fue apresado y puesto a disposición del Parlamento. El 19 de mayo la minoría presentó una moción de censura contra el ministro de gobierno Luis A. Flores, que no fue admitida a debate. Al día siguiente una asonada dirigida por el partido amenazó al congreso en al Plaza Bolívar.
Sánchez Cerro reorganizó su gabinete nombrando como presidente del consejo de ministros a don Ricardo Rivadeneira  y reemplazando al ministro de gobierno Luis A. Flores por Julio Chávez Cabello. La culminación de este agitado mes, fue la censura al presidente del congreso Luis Antonio Eguiguren, quien en un gesto de rechazo se ausentó del país.
Al mes siguiente fueron debelados varios movimientos: en Tacna, el que encabezaban el capitán Bruno Gayoso y el teniente Augusto Kock Flores; en el norte el teniente coronel Eulogio Castillo «Masca Fierro». En Lima también hubo una conspiración dirigida por el coronel de aviación Juan O’Connor y por el coronel (EP) Aurelio García Godos, con el apoyo aprista. De Trujillo llegaban noticias a defensa que también se estaba gestando un movimiento.
En el mes de junio le escribí al sargento primero Chávez Orozco para que me informara sobre su «salud» y si era necesario que le llevara «medicamentos». Ese mismo mes Armando Vélez me llevó donde Heysen para «juramentarme» antes de enlazarme en la conspiración de «La Palmas», llamada así porque debía estallar en la Escuela de Aviación del mismo nombre. Comprometido en este movimiento estaba el Regimiento de Artillería de Costa del Callao, donde continuaba prestando servicios del sargento primero Víctor Westphalen. Como éramos amigos nos habíamos visto a mi regreso de Trujillo, él estaba comprometido por amigos leguiistas y el jefe de su regimiento era el comandante Leopoldo Pérez Salmón; mi misión consistía en penetrar al cuartel uniformado. El movimiento debía estallar el 2 de julio, la señal para la sublevación en el Callao ea el incendio del colegio fiscal. Un compañero apellidado Kunt era el encargado de producirlo. El golpe fracasó en Las Palmas, l coronel O’Connor fue detenido.
El 8 de julio, al noticia cayó como una bomba, ¡Revolución en Trujillo!
Este es el episodio de más trascendencia en la lucha del pueblo peruano por su liberación e implantación de la justicia social, en e l transcurridd e este siglo.
Manuel Barreto Risco, «Búfalo», al mando de sus macheteros del valle y de otros compañeros de Trujillo, sin la anuencia del comité departamental de Trujillo, la amdrugada del 7 de julio había tomado el cuartel D’Onnovan.
Cuando supe la noticia me parecía una escuchando a «Búfalo»: «Tienen miedo hacer la revolución, ¿Por qué no la hacemos nosotros, sargento?»
Las continuas postergaciones, la represión implacable del Gobierno y la ocasión que se presentaba dentro del cuartel, al desplazarse a la ciudad de Piura una batería del Regimiento de Artillería Nº 1 y una sección de Infantería con dos ametralladoras, a la celebración del cuatricentenario de su fundación, fue lo que decidió Barreto a tomar esa determinación. 




[1] Fue candidato a la Presidencia de la República en 1945. A iniciativa de la Célula Parlamentaria Aprista le fue otorgado el ascenso honorífico de mariscal.
[2] Murió en la masacre de la cárcel de Trujillo en 1932. Tenía el grado de mayor.
[3] Siendo teniente denunció el latrocinio de nuestro petróleo por la I.P.C. Pasó a la disponibilidad con el grado de general. Fue uno de los fundadores del Frente Nacional de Defensa del Petróleo.
[4] En 1929 formó parte del complot para derrocar a Leguía. Siendo general en 1956 se sublevó en Iquitos contra la dictadura de Odría.
[5] También formó parte del complot contra Leguía en 1929. Siendo Coronel en 1948 se sublevó en Juliaca contra el gobierno de Bustamante y Rivero.
[6] En los años de 1923 a 1930 se suicidaron un cadete y tres alumnos de las Escuelas de Clases.
[7] Cuando el comandante Sánchez Cerro fue presidente, ordenó el ingreso de los tres clases a la Escuela de Oficiales de la Policía. Ampuero y Pita culminaron su carrera con el grado de general de Policía. Carlos Sobenes, que tenía el grado de mayor en 1959, fue acusado de conspirar contra el presidente Prado, dándosele de baja; en 1960 intentó dar un golpe de Estado, sublevándose con los guardias del cuartel del Potao. Falta de apoyo de las otras fuerzas conspirativas comprometidas, fracasó.
[8] El emisario fue el mayor de caballería Luis Fajardo. Ver: VILLANUEVA, Víctor, Así cayó Leguía, Ed. Retama, Lima, 1977, pág. 141.
[9] En 1946  ̶ cuando estaba en situación de retiro ̶  fue presidente del Alto Tribunal de Disciplina del PAP, en sustitución del coronel César Enrique Pardo quien había renunciado.
[10] El presidente Sánchez Cerro los indultó en 1932.
[11] Así se nominaba el examen que rendía el sargento primero, con un año de antigüedad para ascender a oficial. Los aprobados pasaban como oficiales alumnos al cuarto año de la Escuela de Oficiales. Usaban uniformes del grado que tenían y ganaban sueldo. Años después este sistema fue abolido.
[12] Oficina a cargo de un sargento furriel.
[13] Este plan que hubo desde el comienzo para cerrarle el paso a la presidencia, nunca se lo escuché mencionar en las conversaciones llenas de recuerdos y anécdotas que le gustaba realizar en pequeños grupos hasta altas horas de la noche en los años 1945 a 1948. El doctor Luis Antonio Eguiguren en su libro La selva política, relata: «En dos ocasiones me llamó con urgencia el comandante Sánchez Cerro para decirme que los hombres del Gobierno provocarían o aceptaban un golpe de Estado, con el fin de cerrarles su ascenso al poder y que él estaba dispuesto a adelantárseles pues contaba con elementos que lo secundaban. Me expresó que todo estaba bien dispuesto, que tenía fuerza militar. Me pidió que le redactara un manifiesto, llegando a darme de su puño y letra los puntos más saltantes que debía contener esa pieza destinada a la Nación. Conservo el borrador».
[14] Lo fusilaron sin proceso las tropas del gobierno en la Revolución de Trujillo.
[15] La versión que pone G. Thorndike en boca de Haya de la Torre en su libro El año de la barbarie, Editorial Mosca Azul, Lima, 1972, pp. 27-28, que este incidente fue la causa por la que no estalló la Revolución de Trujillo en diciembre de 1931, es una falsedad. Corrobora al autor de este libro, la víctima del atentado, José Félix Ríos, en el testimonio que le da a Víctor Villanueva en el APRA en búsqueda del poder, Editorial Horizonte, Lima, 1975, p. 84. Pero la mentira es de Haya, el guión es de Thorndike.
[16] En 1934 lo reconocí al encontrarnos en El Frontón. Se apellidaba Bustamante, había escapado por un pelo que lo fusilasen. Estaba condenado a diez años por la sublevación de la Marina del 7 de mayo de 1932.
[17] Lo encontré en 1933 en la Penitenciaría. Estaba sentenciado a 10 años por la Corte Marcial de Trujillo.
[18] Soldado que efectúa vigilancia en las cuadras durante las noches.
[19] El maestro de primera Bustamante me relató en la prisión que cuando llegó el enlace de Haya al sitio convenido, antes que ellos subieran a bordo a tomar el Grau, encontró que varios marinos estaban libando cerveza. «Luego, cuando nosotros mandamos a comunicarle a Haya que ya nos íbamos a bordo, el enlace no encontró a nadie. Fui en persona a buscarlo y me enteré que ya se había ido».
[20] A este grupo no perteneció el «boquilla» Idiáquez, que en esa época era un palomilla que frecuentaba los baños públicos y era conocido con ese mote por el hábito de tener entre los labios el canuto que se ponía a los cigarrillos para fumar. Cuando principió la persecución de Sánchez Cerro, Vargas Machuca, que nuevamente estaba al mando de la guardia del Jefe, lo encontró en Lima y lo llevó para que sirviera en la casa. Haya le acortó el alias y le decía «bok» al que sería su valet, chofer, guardaespaldas y secretario particular, llegando a adquirir tal influencia que gozaba de la adulación de los líderes.
[21] El «coronel» Atahualpa Montezuma contrajo matrimonio con una compañera que tenía sus ahorros, antes que Sánchez Cerro fuera Presidente. Cuando el Gobierno inició la persecución, el pánico se apoderó de él. Haya de la Torre se había venido a Lima y Vargas Machuca viajó después para cuidarlo. Asustado, el «coronel» se quitó el uniforme, se afeitó las patillas y la pera y fue donde los compañeros del Comité Departamental del partido para que lo sacaran fuera del país. Les dijo que si no lo hacían, él se iba a entregar a la policía porque tenía miedo que lo matasen si lo capturaban. Lo tuvieron que esconder hasta que llegase a Salaverry un barco que lo llevase al extranjero. Era tal el terror que lo dominaba que un día tuvieron que amarrarlo para que no se escapara y fuera a entregarse. Hubiera dado los nombres de los principales activistas que actuaban en la clandestinidad. Por fin pudieron embarcarlo y se deshicieron del famoso «coronel» nicaragüense, jefe de los «dorados» de Víctor Raúl Haya de la Torre.
[22] REBAZA ACOSTA, Alfredo. Historia de la Revolución de Trujillo. S/e, 1934, p. 1
[23] Conocido ganadero, que había surgido por su propio esfuerzo, jactándose con orgullo de haber comenzado como carnicero. En esa época tenía arrendada la Plaza de Acho, que la cedió para la primera concentración que convocó el APRA.
[24] Estando preso en el Panóptico, me enteré de la verdad, no hubo tal atentado. Manuel Seoane, estando en la imprenta de La Tribuna manipulando su pistola se le escapó un tiro, hiriéndose accidentalmente en la pierna. Los compañeros que estaban con él en ese momento convinieron en sacar provecho político del accidente, denunciando un atentado. Me contaban que el de la idea fue Luis Alberto Sánchez. Mucho años después Haya comentaba que LAS, por su odio a los sanchecerristas, truncó toda posibilidad de un arreglo democrático.
[25] Historia de la revolución de Trujillo. Julio, 1934, pp. 5 y 6.
[26] En el ejército se da esta denominación a la salida subrepticia del cuartel, escalando los muros.
[27] En esa época, no dudaba la traición del comandante Silva, estaba obsesionado por la revolución. A través de los años, con mayor conocimiento de los hombres que actuaron en ese episodio y sin la vehemencia de entonces, me preguntó: «¿A quién habría traicionado el comandante Silva? Él no estaba conspirando con el APRA, no tenía ningún pacto con Haya de la Torre, ¿traicionó al coronel García Godos? No sería más bien, ¿Qué el coronel Godos lo alertó del peligro que corría?». Todas las conspiraciones en que intervino el coronel con el APRA, eran para llevarlo a la presidencia, el partido no era su instrumento. El movimiento de Trujillo no armonizaba con sus ambiciones. Si el comandante Silva hubiera tenido su mentalidad, otra actitud habría tomado al año siguiente cuando triunfó la revolución en Trujillo.
[28] En la Penitenciaría me encontré con José Melgar Márquez, quien había actuado en Huancayo junto con Pedro Muñiz y también con Isaac Espinoza Recavarren, quien estuvo en el asalto de la Comisaría de Huacho, junto con su cuñado Guillermo Cabrera Chacón. Sobre el mismo episodio, en el libro titulado El mariscal Benavides su Vida y su Obra. Editorial Atlántida S.A., 1981. Tomo II, p., se relata: «Casi en vísperas de la inauguración del nuevo Gobierno ― fijada para el 8 de diciembre ― se declaró una huelga de protesta en el departamento de La Libertad. En la madrugada del 5 de diciembre el dirigente aprista Nazario Chávez Aliaga, director del periódico El Perú de Cajamarca, dirigió una asalto contra la Jefatura Departamental de esa ciudad y, después de apoderarse de fusiles y municiones, atacó el local de la Prefectura. Él y sus aprtidarios fueron denominados con al intervención del Regimiento Nº 11.
La ola sediciosa evidentemente concertada, se manifestó en diferentes lugares del país. En Cerro de Pasco una multitud dirigida por el capitán Gerardo Molina Núñez, destituyó al subprefecto y lo redujo a prisión. Destacamentos enviados apresuradamente desde Lima, Huancayo y Ambo consiguieron controlar la situación. Entre los cabecillas detenidos estaban el Jefe Departamental de Huánuco, capitán Juan Gonzales y el teniente de policía Zapata. Hubo también desórdenes en Huacho y en otros puntos de la provincia de Chancay, así como en Huánuco, Ayacucho y Huancavelica.
La acción subversiva más importante fue planeada en la capital. Debía iniciarse el 5 de diciembre con al captura de la central eléctrica de Yanacoto, en la que estaban comprometidos el comisario de Chosica. Teniente de la G.C. La Rosa y el dirigente del APRA Pedro Bedoya y Villacorta».
[29] El doctor Federico Chávez Rázuri, prestó sus servicios en el hospital de Trujillo durante la revolución. Sentenciado a muerte en ausencia, pudo fugar a Chile, donde residió hasta su muerte.
[30] Ibid. Pp. 11, 12 y 13.
[31] Viajó por tierra en automóvil, lo piloteaba su amigo y pariente luis González Orgebozo. Este hecho lo recordaba siempre. Contaba que salió disfrazado y que nadie lo reconoció en el camino, excepto un alemán que era dueño de un restaurant en el sitio denominado «Las Zorras». Llegó de noche. Terminando de cenar, pagaron la cuenta al mozo que los había atendido. Subieron al carro para continuar el viaje y ya iban a partir, cuando se acercó el dueño y le dijo: «si no quieren continuar el viaje de la Guardia Civil, tomen el otro camino que los sacará a la carretera, dos kilómetros arriba». Se despidió estrechándole la mano, diciéndole en alemán: «¡Mucha suerte, señor Haya!».
[32] Padre de Carlos Steer Lafont.
[33] El 19 de febrero de 1939, siendo general y ministro de gobierno del Presidente Benavides, dio un golpe de Estado, el que fracasó, al ser asesinado por el comandante policía Rizo Patrón.
[34] Ver cita Nº 24 en la pág. 45.
[35] Ex presidiario y conocido hampón en aquellos años.
[36] Combatió en la Guerra Civil Española, integrando una de las brigadas internacionales.
[37] Es el compañero Bedoya, muy buen activista del partido, no había sido ni era del grupo de los «Dorados», conocido por el «Borrao» Bedoya.
[38] Años más tarde, en una inspección que efectuó a la población penal, una unidad móvil del Servicio Antituberculoso, le detectó a Melgar que tenía alojada una balas de calibre 25 en los músculos del omóplato. En la fecha del atentado se la habían curado como una herida superficial.
[39] En el año 1945 a pedido de la célula parlamentaria aprista, el Congreso dictó una ley para que se exhumaran los restos de los ocho marineros y fueran trasladados al cementerio de Baquijamo. El partido se movilizó y se llevaron ataúdes para su traslado, rindiéndoles el homenaje que se merecían.
[40] Collazos logró por intermedio de un familiar ingresar a un convento. Estuvo recluido un tiempo y salió cuando era presidente el general Benavides. Ingresó a la universidad y se recibió de Escribano, ejerciendo su profesión hasta la década del setenta.

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