Con la espada y con la pluma
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(Sobre
la permanente vigencia del Inca Garcilaso de la Vega) [1]
TEODORO
HAMPE MARTÍNEZ
Agradezco mucho a los directivos del Centro de Estudios
Histórico-Militares del Perú por haberme convocado a tomar parte en este acto
solemne de homenaje al Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), figura epónima de
las letras peruanas e hispanoamericanas, al conmemorarse un aniversario más de
su muerte en la andaluza ciudad de Córdoba. Aunque este cronista mestizo eligió
pasar largos y enriquecedores años de “exilio” en la Península Ibérica
―residiendo primero en Montilla y después en Córdoba―, su obra de temática
andina (e indiana en general) le hace un verdadero ícono en la formación de
nuestra cultura e identidad. Muchos son los aspectos del Inca Garcilaso que se
pueden tratar y que forman parte de un legado que parece agigantarse con los
siglos a través de nuevos estudios, reflexiones, polémicas y hallazgos de
investigación. En esta oportunidad me referiré de preferencia a su combinado
ejercicio de las armas y las letras, que lo caracteriza como un típico hombre
del Renacimiento, según queda reflejado por cierto en la orla de su emblema
heráldico: “Con la espada y con la pluma”.
Introito: la
combinación de las armas y las letras
Desde los
primeros tiempos de la civilización occidental, los hombres de la milicia han
dejado testimonio de tener aficiones complementarias a las artes de Marte. En
la Grecia clásica, Tucídides y Jenofonte escribieron las crónicas militares de
su tiempo aprovechando el protagonismo que ellos mismos tuvieron en los campos
de batalla, con lo cual lograron ser los pioneros en la salvaguarda de aquella
historia. De semejante modo, en Roma el ejemplo griego se prolongó en varios
personajes ilustres. Uno de ellos, Quinto Horacio, contemporáneo de Virgilio y
estudiante de filosofía en Atenas, fue soldado a las órdenes de Augusto, del
cual se hizo amigo. Las obras de Horacio ―teñidas de
consejos morales― y su lírica serena, clara y
elegante denotan la austeridad y sencillez características del legionario
romano.
El influjo de
los clásicos se hizo notar indudablemente en el Renacimiento, época durante la
cual otros soldados siguieron su ejemplo. El toledano Garcilaso de la Vega
(1501-1536) es quizá el símbolo más representativo de esa simbiosis de las
armas y las letras, por haber sido un héroe de la milicia y uno de los mejores
poetas de su tiempo. Participó en la defensa de Navarra, en las campañas de
Túnez, Rodas y Florencia y murió en el asalto al castillo de Le Muey, cerca de
Niza. Junto con el catalán Juan Boscán, tuvo la virtud de introducir los metros
italianos en la poesía castellana (cf. Armisén, 1982, p. 335-340).
Garcilaso
fue pues un hábil militar, un romántico poeta, un políglota (manejador del
latín, griego y francés) y un tañedor del arpa y la vihuela. En febrero de
1536, ante una nueva guerra contra Francia provocada por la invasión de
Piamonte y Saboya por las tropas de Francisco I, fue enviado a la que habría de
ser su última campaña: la de Provenza. Desde allí escribió uno de sus poemas
más bellos, la Égloga III, que contiene estos versos:
En tanto, no te ofenda ni te harte
tratar del campo y soledad que amaste,
ni desdeñes aquesta inculta parte
de mi estilo, qu’en algo ya estimaste;
entre las armas del sangriento Marte,
do apenas hay quien su furor contraste,
hurté de tiempo aquesta breve suma,
tomando ora la espada, ora la pluma.
El 27 de septiembre de 1536,
acompañando al emperador Carlos V por la Ribera francesa, hicieron un alto para
comer al pie del torreón de Le Muey. Desde éste, unos franceses comenzaron a
hostigarlos. Dos piezas de artillería abrieron brecha y por una escala
Garcilaso trepó, sin el capacete de acero para cubrirse la cabeza, recibiendo
un fuerte golpe de pedrada, que resultó fatal para el soldado-poeta. El
emperador mandó colgar allí mismo a los trece franceses que defendían la torre
(véase Gallego Morell, 1976).
Otro
Garcilaso de la Vega (nombre que adoptó en Andalucía, siendo ya mayor de 21
años) es nuestro cronista mestizo, natural del Cuzco, hijo de una princesa inca
y un conquistador español. Como hombre de armas, el Inca Garcilaso participó en
la campaña de las Alpujarras contra los moriscos rebeldes y se enroló en la
Armada Invencible del rey Felipe II; pero fue ante todo un humanista, traductor
e historiador, adscrito a la corriente universalizadora del Renacimiento y al
espíritu ultracatólico de la Contrarreforma. Célibe toda su vida, resultó muy
vinculado a los jesuitas y murió habiendo recibido las órdenes sagradas.
Garcilaso el
Inca escribió y publicó con fruición en los últimos años de su vida. En La Florida del Inca (1605) debate sobre
la conveniencia de cristianizar a los indios de esa región e incorporarlos
dentro del Imperio español, pues concibe a Castilla como el “brazo armado” de
la Divina Providencia. En sus Comentarios
reales de los Incas (2 ptes., 1609-1617), de prosa abundante, clara y
expresiva, combina la información de fuentes orales y escritas y utiliza
recursos de idealización para componer lo que Manuel Burga (1988, p. 303-309)
ha llamado la “segunda utopía andina”.
Contemporáneo
suyo fue don Alonso de Ercilla y Zúñiga (1533-1594), cortesano, soldado,
viajero, lector de los clásicos y poeta: su vida sintetiza las características
ideales del hombre del Siglo de Oro español. Participó Ercilla en diversas
campañas por el continente americano, y especialmente en la guerra contra los
rebeldes araucanos de la frontera sur de Chile, lo que le valió para componer
el famoso poema épico La Araucana,
donde exalta el arrojo de los soldados castellanos junto con el valor y nobleza
de los caudillos indígenas (cf. Pierce, 1968, p. 267-271). Caballero de la
orden de Santiago y gentilhombre de cámara de Felipe II, este soldado-poeta
desempeñó además importantes misiones diplomáticas.
Tales son
apenas unos cuantos ejemplos entre la multitud de soldados ilustres e
ilustrados de aquella época. Nunca como entonces fue valedero el mensaje que
expresa Don Quijote en su “Discurso de las armas y las letras” (1ª pte., cap. 38),
donde refiere cómo los hombres de armas defienden y extienden la civilización y
la cultura.
Descubrimiento, conquista y
colonización
Veamos ahora algunos puntos
fundamentales de la contribución histórica y la permanente vigencia del Inca
Garcilaso de la Vega. Para empezar, respecto a los propios orígenes de la
presencia europea en América, es curioso anotar que nuestro cronista mestizo se
inscribe en una línea que podemos llamar “anticolombina”. Y es que registra la
versión de que Alonso Sánchez de Huelva ―un
navegante andaluz― fue el primero en
hallar las tierras del Nuevo Mundo, habiendo narrado todos los detalles de su
venturosa travesía a Cristóbal Colón durante un encuentro en algún puerto
meridional de la Península Ibérica (Comentarios reales de los Incas,
lib. I, cap. 3). Tal sería el fabuloso “predescubrimiento” de América, lo que
Juan Manzano Manzano (1989) y otros autores han denominado el secreto de Colón.
Esas narraciones fantásticas de
navegaciones e islas situadas en el Extremo Occidente eran, por cierto, la
continuación de otras análogas que corrían ya desde la Antigüedad clásica,
vinculadas con el mito de la Atlántida y con la curiosidad por los confines de
la Tierra; pero lo interesante es que llevaron aquéllas a sus mapas los propios
cartógrafos del Renacimiento, especialmente los italianos (como Toscanelli),
que seguían con atención los progresos de los descubridores castellanos y
portugueses.[2] Ya en
marcha el proceso de conquista y colonización de las tierras indianas, ubicamos
de la mano del Inca Garcilaso una interesante precisión lingüística. A partir
de las primeras fundaciones de ciudades por Francisco Pizarro en el Perú, se
vinculó la posesión de indios con la condición de vecino de una población,
convirtiéndose la palabra vecino en
sinónimo de “encomendero”. Garcilaso escribe: “...nosotros, conforme al lenguaje del Perú y de México, diciendo vecino
entendemos por hombre que tiene repartimiento de indios, que es señor de
vasallos; el cual [...] era obligado a mantener vecindad en el pueblo donde
tenía los indios” (Historia
general del Perú, lib. VI, cap.
16).
Durante
las guerras civiles de los conquistadores, que marcan enteramente su niñez en
el Cuzco, tuvo el Inca ocasión de conocer personalmente al célebre pacificador
don Pedro de la Gasca, quien fue recibido y aclamado en la ciudad imperial
(abril de 1548) después de la triunfal campaña contra Gonzalo Pizarro y sus
secuaces. Apunta nuestro autor que el clérigo Gasca “era muy pequeño de cuerpo,
con extraña hechura, que de la cintura abajo tenía tanto cuerpo como cualquiera
hombre alto y de la cintura al hombro no tenía una tercia. Andando a caballo
parecía aún más pequeño de lo que era, porque todo era piernas; de rostro era
muy feo...” (Historia general del Perú,
lib. V, cap. 2). Pero ―añadimos
nosotros― estaba dotado de
una lucidez resistente a toda prueba, que le permitió abrirse terreno en los
diferentes ámbitos por donde le tocó transitar en su vida.
A
pesar de aquella eventual “pacificación”, los años siguientes estarían marcados
por las revueltas de los soldados
pretensores de mercedes y las protestas de los dueños de repartimientos, que
denunciaban la creciente injerencia del Estado en la marcha de la vida
colonial. Es coincidente la versión de las crónicas respecto a las advertencias
que el licenciado Polo de Ondegardo hiciera al corregidor de Charcas, general
Pedro de Hinojosa, notándole el riesgo que corrían su persona y la provincia
entera a causa de los alborotos que tramaban los soldados.[3]
El Inca Garcilaso reproduce imaginativamente un diálogo en el cual Polo habría
dicho: ¾Señor
corregidor, hágame vuesa merced su teniente no más de por un mes y asegurarle
he su vida, que está en mucho peligro... (Historia
general del Perú, lib. VI, cap. 22). Como quiera que Hinojosa desatendió
tales advertencias, el 6 de mayo de 1553 se levantaron en armas los
pretendientes, encabezados por el noble caballero don Sebastián de Castilla, y
dieron muerte a estocadas al corregidor.
En una excelente contribución, titulada en
castellano Orbe indiano (1993), el
historiador inglés de Cambridge, David Brading, ha rastreado el proceso a
través del cual los criollos o “españoles americanos” gestaron y definieron su
propia identidad colectiva. Ubicado en el campo de las ideas políticas, este tratado
pasa revista a un conjunto de autores representativos de Hispanoamérica desde
la época de la conquista. Así incluye, por ejemplo, las aproximaciones
etnográficas de Sandoval, Acosta y Gregorio García, los tratados jurídicos de
León Pinelo y Solórzano, las historias criollistas de Garcilaso y Torquemada y
las crónicas conventuales de Salinas, Calancha y Meléndez, entre otros.[4]
La base del patriotismo o protonacionalismo
criollo radica ―como sabemos― en un cierto sentimiento de desposesión entre los
descendientes de los conquistadores, que se rebelan contra la primacía de los
nuevos inmigrantes peninsulares y evocan con nostalgia tanto la época heroica
de la conquista como la grandeza exótica de las civilizaciones precolombinas.
Junto con los Comentarios reales del
Inca Garcilaso, una serie de crónicas y manifestaciones religiosas servirán
para articular la toma de conciencia de la embrionaria identidad criolla,
dispersa en el virreinato peruano entre los focos regionales de Quito, Lima,
Cuzco, Chuquisaca, Potosí (cf. Lavallé, 1993, p. 132-141 y 158ss). Si Garcilaso
logra aglutinar esas voces reivindicatorias, es porque su mensaje (sobre todo
en la Historia general del Perú,
segunda parte de los Comentarios)
representa también la inquietud de los vencedores de la conquista. No debemos
olvidar aquí el sabio aforismo que sentara Raúl Porras Barrenechea (1955, p.
xx) acerca de su posición ambigua y compleja: “español en Indias, indio en
España”...
El
renacentismo del Inca Garcilaso
Con
nuevas aportaciones de la crítica literaria e histórica se ha “redescubierto”
en los últimos años el acercamiento de Garcilaso al espíritu y las lecturas
humanísticas del Renacimiento, corriente a la cual se incorporó durante sus
años de madurez y dedicación intelectual en Andalucía (cf. Pailler, 1992). En
su obra, especialmente en la primera parte de los Comentarios reales, hay una explícita asimilación del Cuzco incaico
con la Roma del tiempo de los Césares, junto con frecuentes referencias a
autores clásicos y a las virtudes civilizadoras del Imperio romano. Por su
objetivo deliberado de conectar el renacentismo europeo con el Nuevo Mundo,
dotando al pasado incaico con la dignidad de la tradición clásica, Juan
Marichal (1976) ha formulado la tesis de que el Inca Garcilaso fue el primer
“latino-americano” de la historia, en el sentido estricto de la palabra.
De
las frecuentes citaciones que aparecen en la obra garcilasiana, puede
desprenderse que nuestro autor concibe a Julio César como el arquetipo
primordial del mundo latino, empleando como referente su persona o su período
de gobierno para describir, por ejemplo, las costumbres guerreras de los
enemigos o las hazañas de los militares romanos al vencer obstáculos de la
naturaleza. Al mismo tiempo, Garcilaso elogia las virtudes del gran estratega
como historiador: “...y quisiera ―dice― alcanzar juntamente la facundia
historial del grandísimo César para gastar toda mi vida contando y celebrando
sus grandes hazañas [de los conquistadores de América], que cuanto ellas han
sido mayores que las de los griegos, romanos y otras naciones, tanto más
desdichados han sido los españoles en faltarles quien las escribiese...” (La Florida del Inca, lib. II, 2ª
pte., cap. 7). Allí tenemos reflejado el doble ideal de las
armas y las letras, ejercicios ambos en los cuales se distinguía Julio César
con brillantez.
No hay duda de que el cronista
mestizo, aun cuando carecía de instrucción académica formal, debió manejar con
fluidez la lengua de Cicerón. En ésta consultó buena parte de los clásicos y la
crónica hoy lamentablemente perdida (Historia
occidentalis) del jesuita peruano Blas Valera. Con el latín también penetró
en los fundamentos, por entonces irrenunciables, de la teología y la
jurisprudencia, y en esta misma lengua entonó las oraciones de la liturgia
católica.[5]
Conviene señalar en este punto que la Universidad de Notre Dame, en el
estado de Indiana, posee desde 1995 la exquisita colección de libros raros y
manuscritos que perteneciera al profesor José Durand (1925-1990), un garcilasista
eminente de origen limeño. El interés primordial de la colección Durand atañe a
las vinculaciones del Renacimiento y Barroco europeos con la cultura de
Hispanoamérica colonial, y uno de sus aspectos más singulares es el esfuerzo
que desarrolló su propietario por reconstruir físicamente la biblioteca privada
de Garcilaso de la Vega. En un artículo publicado en 1948, Durand había
transcrito el inventario de la biblioteca del Inca ―tal como se halló al
momento de su muerte en Córdoba― y había expuesto, además, una relación
complementaria de autores citados en las obras garcilasianas que no aparecían
en ese documento. Algunos de los libros ausentes quizá fueron regalados, o se
extraviaron, o quedaron destruidos por el continuo uso de su dueño (cf. Hampe
Martínez, 1997, p. 545-549).
Aquella colección, integrada por 200 volúmenes y unos 500 ejemplares
sueltos de los Comentarios reales en
su primera edición (1609), representa desde el punto de vista cuantitativo una
mediocre aportación. Si comparamos este conjunto de libros con otros
inventariados en España a principios del siglo XVII, puede decirse que la
biblioteca del Inca integra el grupo de colecciones de “razonable importancia”
que poseían gente de mediana categoría social, como teólogos, letrados, médicos
y artistas (Chevalier, 1976, p. 39). El inventario de libros revela, por
cierto, que nuestro personaje tenía en su poder muchas obras de autores griegos
y latinos, así como piezas de literatos e historiadores del Renacimiento
italiano y español, que debieron moldear también su devoción hacia el mundo de
la Antigüedad.
Allí
estaban ediciones humanísticas de Aristóteles, Ovidio, Virgilio, y textos de
Bocaccio, Castiglione, Tasso, junto con tratados de arquitectura y
espiritualidad, crónicas de Indias y gramáticas y vocabularios de las lenguas
americanas. Pero extraña grandemente la ausencia de los “ingenios” de la
literatura española del Siglo de Oro, como si el narrador cuzqueño hubiese
querido ignorar totalmente el nuevo arte barroco, por lealtad al renacentismo
aprendido durante sus años de formación en Montilla.
En fin, abundan las posibilidades de investigación garcilasista y
americanista entre los fondos de la biblioteca de José Durand, que ahora se han
puesto a la disposición general de los estudiosos en la Hesburgh Library de la
Universidad de Notre Dame. La colección Durand está compuesta de unos 3.000
libros y varias centenas de folletos y piezas manuscritas de materia religiosa,
filosófica, histórica, literaria, lingüística y aun científica. Aquí se abre un
rico campo de estudios multidisciplinarios en torno al Renacimiento y Barroco
europeo y sus proyecciones en el Nuevo Mundo.[6]
Utopía y realidad en la
evocación del Tahuantinsuyu
Respecto
al origen y significado del nombre de la capital imperial: Qosqo o Cuzco, el
Inca Garcilaso propone que significara “ombligo” (esto es, centro del mundo),
seguramente influido por sus lecturas de los clásicos, y más precisamente
por estos dos términos complementarios: el umbilicus
mundi de la mitología griega en el onphalos
de Delfos y el umbilicus urbis del
Foro Romano. Pues en verdad no existen trazas de que Qosqo tuviera el
significado de “ombligo” en quechua, ni tampoco en aimara. Esta acepción parece
haberse introducido tardíamente, según el estudioso cuzqueño Luis A. Pardo
(1957, vol. I, p. 98), a partir de la lectura de las obras de Garcilaso, ya en
el siglo XVII.
Podemos
observar en definitiva que los sistemas imperiales del Viejo y del Nuevo Mundo
presentan no pocos condicionamientos y características comunes, con tendencia a
una asimilación o integración en los modos de producción, estilo de gobierno,
arquitectura, urbanismo, organización territorial y vial, etc. Es bien sabido, por cierto,
que Garcilaso escribió: “…el Cuzco en su imperio fue otra Roma en el suyo; y
así se puede cotejar la una con la otra, porque se asemejan en las cosas más
generosas que tuvieron. La primera y principal, en haber sido fundada por sus
primeros reyes. La segunda, en las muchas y diversas naciones que conquistaron
y sujetaron a su imperio. La tercera, en las leyes tantas y tan buenas y
buenísimas que ordenaron para el gobierno de sus repúblicas” (Comentarios reales de los Incas, lib.
VII, cap. 8).[7] Pero
también existieron otros Cuzco. Juan de Betanzos refiere en un pasaje de su
crónica, la Suma y narración de los Incas,
que el soberano ordenó a ciertos curacas “que luego despoblasen sus tierras y
pueblos y que se aderezasen, que el Ynga quería que poblasen en el Quito, donde
se había de edificar el nuevo Cuzco...” ([1551] 1987, 2ª pte., cap. 19).
Más aún, sostiene
Garcilaso, el nombre del Inca era igual y comparable al de un rey cristiano. Él
mismo refiere que desde Manco Capac en adelante todos los descendientes de las
panacas reales andaban trasquilados y no llevaban más de un dedo de cabello en
la cabeza. Portaban más bien un tocado, una trenza de colores conocida como llautu, del ancho de un dedo, con la
cual se daban cuatro o cinco vueltas, y una borla colorada a manera de rapacejo
que se tendían por la frente de una sien a la otra (Comentarios reales de
los Incas, lib. IV, cap. 1).
Dice además que cuando los Incas
conquistaban un territorio, lo dividían en tres partes: una propia del dios
Sol, otra para beneficio del Inca, y la tercera se repartía entre las familias
del lugar. Cada familia recibía un topo de tierra laborable. En todo caso
disponía de la cantidad de tierra necesaria para su autosubsistencia. El
nacimiento de un niño significaba un topo más y el de una niña, medio (según lo
relatan coincidentemente Garcilaso y el jesuita Bernabé Cobo [1653] 1964).
En el curso de la guerra civil
librada en el Tahuantinsuyu en los momentos previos al arribo de Pizarro, las
fuerzas de Atahualpa llegaron a apoderarse del Cuzco. Entonces, el caudillo
atahualpista Cusi Yupanqui encomendó a los generales Chalcuchimac y Quizquiz el
castigo de la panaca de Tupac Inca Yupanqui, alegando que sus miembros habían
favorecido al bando contrario de Huascar. Según Sarmiento de Gamboa, quien
obtuvo al respecto informaciones de primera mano, ambos generales ordenaron
ahorcar a todos los integrantes de dicho linaje y se llevaron luego el cuerpo
del Inca a las afueras de la ciudad, donde lo redujeron a cenizas ([1572] 1943,
cap. 67, p. 165). Posteriormente, los despojos de Tupac Inca Yupanqui serían
encontrados por el corregidor Polo de Ondegardo en la aldea de Calispucyu,
donde los habían escondido algunos parientes que se salvaron de la matanza.
Viene
esta evocación a cuento porque a comienzos de 1560 alistaba su partida de la
ciudad imperial el joven mestizo Gómez Suárez de Figueroa, o sea, nuestro
celebrado Garcilaso de la Vega. Como sabemos, viajaba a la metrópoli para
reclamar en la corte real las mercedes que ―según pretendía― le correspondían
como hijo de conquistador y descendiente de los Incas, y acudió entonces a
despedirse del corregidor Ondegardo. Este le hizo pasar a un aposento para
mostrarle algunos de los malquis o
cuerpos embalsamados de sus ancestros que recientemente había descubierto,
entre los cuales el muchacho creyó reconocer al Inca Viracocha y su mujer, la
coya Mama Runtu, a Tupac Inca Yupanqui con su esposa Mama Ocllo, y al gran
Huayna Capac (Comentarios reales de los
Incas, lib. V, cap. 29).
Aquella visión produjo en Garcilaso
ciertamente una impresión muy intensa. Las consecuencias de largo alcance que
el contacto físico con sus antepasados pudiera haber tenido sobre el joven
emigrante, han sido sagazmente exploradas por el psicoanalista Max Hernández en
su libro Memoria del bien perdido
(1993, p. 92-93). Décadas más tarde, al redactar su obra mejor conocida,
recordaría el Inca con emoción el estrecho contacto que tuvo con la momia de su
tío-abuelo: “acuérdome que llegué a tocar un dedo de la mano de Huayna Capac;
parecía que era de una estatua de palo, según estaba duro y fuerte”. Aunque también se lamentaría
de no haber sido más minucioso en la observación de los cuerpos, ya que “no
pensaba escribir de ellos...” (Comentarios reales de los Incas, lib. V, cap. 29). En todo caso, es
evidente que esa
vinculación personal y directa motivaría bastante al narrador a componer
durante su madurez, en su voluntario exilio de Andalucía, una utópica
representación del Tahuantinsuyu.[8]
El Inca
Garcilaso, ¿mentiroso y plagiario?
El relato de Garcilaso no concuerda
con las referencias que sobre las momias de los Incas ofrecen los demás
cronistas: él no pudo haber visto los cuerpos de Viracocha ni de Tupac Inca
Yupanqui, dado que ambos habían sido incinerados varios años antes. Por esta
razón, María Rostworowski (1988) no duda en quebrar lanzas contra Garcilaso de
la Vega y sus “falsificaciones” de la historia inca, que por mucho tiempo
constituyeron la versión más difundida sobre la sociedad, economía y política
de la era del Tahuantinsuyu. Sostiene dicha autora que el cronista mestizo
omitió y trastocó muchos acontecimientos en su relato debido al conflicto de
intereses que oponía a los linajes de la nobleza cuzqueña (véase también Lleras
Pérez, 1994). Siendo él miembro de la panaca de Tupac Inca Yupanqui, se
comprende que tratara de subestimar las hazañas de Pachacutec y que fuera
contrario a las pretensiones del Hatun Ayllu, clan del cual era miembro
Atahualpa. Más aún, Rostworowski llega a afirmar que el cronista “pintó a los
Incas como llorones y blandos, en lugar de un pueblo guerrero y conquistador
que implantaba su política y sus intereses con dureza y violencia” (1988, p.
151).
El cuestionamiento de la veracidad se torna aún más
complicado si creyéramos en la versión transmitida por los llamados documentos
Miccinelli de Nápoles, o sea, Historia et
rudimenta linguae Piruanorum y Exsul
immeritus Blas Valera popolo suo, que han sido dados a la luz pública sólo
en los últimos años. Estos papeles nos proponen el desciframiento de una serie
de enigmas que hace tiempo rondaban en el ambiente intelectual y que han
preocupado a varias generaciones de estudiosos americanistas.[9] La situación no es tan
clara, sin embargo, ya que varios colegas historiadores y filólogos
especializados en el temprano período colonial —como Juan Carlos Estenssoro
(1997), Xavier Albó (1997) y Rolena Adorno (1998)— han observado la extraña
naturaleza de esos documentos, así como las inusuales palabras y conceptos que
manejan.
Obrando
con una pizca de malicia, se podría inclusive decir que esos papeles significan
la punta del ovillo de una compleja trama ficticia, en el sentido que ha
expresado el escritor piurano Miguel Gutiérrez (1996, p. 16): “Justamente la
presunta existencia de oscuridades, misterios, etc. en la formación del
pensamiento del Inca Garcilaso, y en el entorno en que escribió sus obras, me
han servido como primer elemento clave para la elaboración de la fábula de mi
ilusoria novela...”. Esta cita nos remite a la argumentación novelesca en torno
al Inca Garcilaso diseñada por Gutiérrez en su breve y casi trunca narración de Poderes secretos (1995, p. 47-93).
Imagina este autor una situación de plagio por la cual el cronista mestizo,
gracias a sus óptimas vinculaciones con la Compañía de Jesús, se habría
apropiado de los papeles de Blas Valera, oficialmente dados a pérdida en el
saco de los ingleses de Cádiz, el año 1596.
Pero la vida y obra de Valera ―castigado por sus superiores
de la Compañía debido a su posición “herética” frente a la religión, lengua y
cultura de los Incas― no terminaría con su supuesta desaparición en Málaga
(1597). También se refiere en los documentos Miccinelli que su muerte en España
fue simulada y que el sacerdote regresó eventualmente a los Andes, donde vivió
en la clandestinidad, amparado por otros jesuitas de la misma tendencia
heterodoxa. Las peripecias de su azaroso recorrido están narradas en el
manuscrito Exsul immeritus Blas Valera
popolo suo, que es un relato autobiográfico fechado el 10 de mayo de 1618,
y que ha servido de argumento a una reciente novela de Clara Miccinelli y Carlo
Animato: Nerofumo (2003).
De este modo crece la personalidad histórica del cronista
“resurrecto” hasta el punto de haber sido no sólo el autor de la Relación de las costumbres antiguas de los
naturales del Perú, sino también el mentor ideológico del padre Anello
Oliva y otros religiosos de la Compañía y el verdadero creador de los Comentarios reales de los Incas, que
aparecieron con el nombre de Garcilaso de la Vega, siendo en realidad un
traslado de las piezas originales de Valera. Todo esto por no insistir con el
curioso instrumento de cesión de derechos de autor fraguado en 1614, en
Huamanga, por el cual se otorgaba la autoría de la Nueva corónica y buen gobierno al pretencioso Felipe Guaman Poma de
Ayala (siendo en realidad una creación de Valera y sus compañeros rebeldes)...
Así deviene un cuadro totalmente alterado de dicha generación
y de aquella época, por donde Blas Valera se yergue como un ícono ejemplar,
capaz de remover los cimientos de la Iglesia y la política coloniales, mientras
el Inca Garcilaso queda reducido a la categoría de plagiario. Si todo esto
fuera cierto, habría que reescribir gran parte de la historia de los Andes, por
cuanto se estremecen sus fuentes principales y los cauces de transmisión de la
información.[10]
¿Será posible tanta novedad y tanta concentración de facetas extraordinarias, o
estamos ante un fraude de la Historia, de origen por ahora indefinible?
Lo que está fuera de cualquier
discusión, empero, es la vinculación personal que mantuvo Garcilaso con sus
importantes parientes del Cuzco, los electores y miembros del cabildo de nobles
incas. Estos guardaban la responsabilidad de velar por el bienestar y el
cumplimiento de los privilegios asignados a la gente de su estatus. En 1603,
para gestionar el cumplimiento de sus derechos y pedir más privilegios en la
corte real de España, los príncipes cuzqueños otorgaron poder al Inca Garcilaso
de la Vega, don Melchor Carlos Inga, don Alonso Fernández de Mesa y don Alonso
Márquez de Figueroa, con quienes remitieron para el rey Felipe III un tafetán
de vara y media pintado, en el que se mostraba el árbol real de los Incas con
sus bustos e insignias.[11]
Conclusión:
con la espada y con la pluma
Permítaseme
recordar, en el cierre de esta disertación, los primeros contactos que mantuve
con el Centro de Estudios Histórico-Militares del Perú y con su labor en favor
de la Historia y de la historiografía nacional, cuando yo era un estudiante
universitario y aún no había pisado este soberbio palacete del Paseo Colón, ni
soñaba remotamente con ser admitido como miembro de número. Ese contacto
primigenio atañe a mis consultas del volumen Nuevos estudios sobre el Inca Garcilaso de la Vega (1955), en el
cual se recogen las actas de un interesantísimo simposio que organizara el
entonces Presidente de la institución, General Felipe de la Barra Ugarte. Me
sorprendió a primera vista que un Centro de Estudios de filiación castrense
dedicara su atención y sus recursos al ilustre narrador cuzqueño, aquel que
reconstruyó con nostalgia y utopía el Imperio de los Incas.
Después,
con el paso de los años, he venido a respetar y entender mejor esta
institución, cuyo lema es el mismo que Garcilaso el Inca adoptara para su
escudo de armas: “Con la espada y con la pluma” (retomando los versos de su
admirado pariente, el soldado-poeta toledano). Diríase que este paradigma del
Renacimiento ha llegado virtualmente incólume hasta nuestros días, habiendo
alcanzado una expresión idónea en la personalidad y la obra de los cuatro
oficiales del Ejército que impulsaron la fundación del Centro de Estudios
Histórico-Militares del Perú, el 6 de diciembre de 1944. Me estoy refiriendo al
Coronel Manuel C. Bonilla, autor de la serie titulada Epopeya de la libertad (1921); al General Carlos Dellepiane, autor
de la clásica Historia militar del Perú
(1931); al General Oscar Nicolás Torres, autor de Las operaciones militares en territorio selvático (1935); y al
General Felipe de la Barra, quien fuera Ministro de Guerra y Jefe del Estado
Mayor General del Ejército durante el conflicto de 1941 con el Ecuador, a la
vez que autor de innumerables libros, folletos y artículos de temas históricos.[12]
Aquel emblema heráldico, esa
vinculación íntima de las armas con las letras, simbolizan un recio y hermoso
ideal de vida que parece cobrar pleno sentido si nos proyectamos a tiempos
pretéritos, en los cuales era continuo el tráfago de las batallas y el manejo
de las armas. Hoy los tiempos han cambiado, y ya no echamos tan frecuentemente
mano al recurso de la guerra, para fortuna de nosotros y de nuestros pueblos.
En este sentido, la fulgurante reunión de la espada con la pluma en una misma
persona parecería tender progresivamente a ser un fenómeno del pasado, porque
la división de tareas, la especialización y la tecnificación crecientes nos
imponen obstáculos cada vez más duros para escalar con suceso de un lado al
otro.
Pero nada resulta en verdad un
impedimento para que perdure ese clásico ideal y para que mantenga su vigencia
el propósito fundamental del Centro de Estudios Histórico-Militares, que
propende explícitamente a “investigar, estudiar, custodiar, promover y divulgar
la Historia general y militar del Perú, así como velar por la conservación del
acervo patriótico que le corresponde”, según el artículo 1º de su moderno
Estatuto General (aprobado por el Decreto Supremo N° 004-2004-DE/SG, de 4 de febrero
de 2004). Los profesionales de las armas por un lado, los profesionales de las letras por el otro, todos convergen en ese afán
patriótico y en esa intención de profundizar en el conocimiento y divulgación
de nuestras glorias nacionales. Aquí se conjugan de manera ejemplar, pues, el
pasado con el presente, la civilidad con la milicia, las armas con las letras,
la espada con la pluma, tal y como lo quería cuatro siglos atrás el insigne
Garcilaso Inca de la Vega.
axc
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[1] Discurso
pronunciado en la sesión solemne organizada por el Centro de Estudios
Histórico-Militares del Perú en homenaje a su patrono institucional, el Inca
Garcilaso de la Vega (Lima, 29 de abril de 2004).
[2] Puedo
remitir al libro de López Flores, Colón
no descubrió América (1964), y a mi propio artículo «El Tratado de
Tordesillas (1494) y sus antecedentes» (Hampe Martínez, 1999, p. 53ss).
[3] En
tiempos en que no había una milicia permanente, se daba este nombre de
“soldados” a los colonizadores que estaban dispuestos a participar en guerras y
jornadas de exploración, con el afán de obtener las mercedes que les habían
sido negadas.
[4] Véase mi reseña a la edición original inglesa del libro de
Brading (The First America, 1991),
publicada en Revista de Indias
(Madrid), vol. 51, 1991, p. 644-646.
[5] Sin
embargo, es verdad que la mayor parte de la literatura griega y romana antigua
circuló durante los siglos XVI y XVII en versiones castellanas, siendo conocido
el hecho de que España fue una de las naciones donde más se recurrió a traducciones
vernáculas para la aproximación a los clásicos (cf. Lida de Malkiel, 1975, p.
369-381).
[6] Por ello se
entiende que las autoridades de la Universidad de Notre Dame hayan expresado el
deseo de utilizar esta colección como el fundamento de un nuevo centro de
estudios sobre los siglos XVI y XVII. Dar concreción a este proyecto sería la
mejor manera de enaltecer el recuerdo de dos humanistas sin par, el Inca
Garcilaso de la Vega y el profesor José Durand.
[7] La
historiografìa del Cuzco como “otra Roma”, nacida luego del primer contacto con
los europeos, se fue enriqueciendo en períodos subsecuentes, inclusive hasta el
tiempo de Bolívar (cf. Mattos Cárdenas, 2002, p. 15, n. 2).
[8] Respecto
al carácter especial del Inca Garcilaso como autor desterrado y a los
mecanismos de idealización que emplea en su “utopía retrospectiva” de los
Incas, véase Burga, 1988, p. 271ss.
[9] Entre los
muchos lugares donde se han publicado reproducciones, extractos o comentarios
al documento Historia et rudimenta
linguae Piruanorum, quisiera destacar la sintética exposición de Laurencich
Minelli en su libro La scrittura
dell’antico Perù (1996, p. 58-98).
[10] Pero no se trata de un planteamiento
absolutamente original: ya a comienzos del siglo XX se había agitado en la Revista Histórica de Lima una polémica,
entre el veterano Manuel González de la Rosa y el novel José de la Riva-Agüero
y Osma, sobre la cuestionada paternidad de los Comentarios reales (cf. Riviale, 1997, p. 280, 289-290).
[11] Así está
consignado en el trabajo de Donato Amado Gonzales, «El cabildo de los 24
electores del alférez real inca de las parroquias cuzqueñas», MS. (comunicación
presentada a las I Jornadas Peruanas de Historia del Derecho, Universidad
Nacional de San Cristóbal de Huamanga, Ayacucho, 12 y 13 de junio de 2001).
[12] Véase el
breve pero documentado relato sobre los orígenes y reconocimiento oficial de
esta institución que ofrece el General Jorge Carlín Arce, en su catálogo Centro de Estudios Histórico-Militares del
Perú: historia, organización, fines y posibilidades (1999), cap. I, p.
12-14.
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